El Profesor Martínez era muy puntual. Siempre entraba al salón a la hora exacta, no bien los alumnos se habían desperezado y comenzado entre ellos la conversación previa a las clases con la que se busca vencer a la modorra y al bostezo. Pero esta prodigiosa cualidad en el maestro no era por otra causa que por el placer inmenso que a su vanidad le retribuía comprobar, a cada instante, el resultado de sus precisos cálculos. En el fondo era más bien algo holgazán y moroso en todos sus movimientos: debería haber exactamente 69 minutos entre el momento en que el despertador sonaba y el segundo en que cerraba tras de sí la puerta de su casa para encaminarse con rumbo a la escuela, repartidos estos de la siguiente manera: 6 para permanecer acostado y resignarse a la provocación de otro día; 15 para defecar las piedras de su ingrato intestino y, simultáneamente, leer el periódico del domingo sobre la taza sanitaria; 20 para las estentóreas locuciones y cantos destemplados durante su baño con agua helada; 18 para vestirse y 10 para prepararse su licuado de chocolate y huevos.
Con execrable repudio, los alumnos se lamentaban cuando desde la ventana del salón que proyectaba el panorama del estacionamiento para profesores, alguno veía llegar el Volkswagen 68 del Profesor Martínez y entonces el vigía gritaba: “¡Ahí viene Chicharelo!”. Había sido muy mala idea –lo supo apenas terminó el ejemplo— sustituir las abstracciones de los números elevados a potencias, por la consistencia graciosa de los chícharos, todo con el propósito de que los muchachos entendieran mejor: que si este chícharo, que si multiplicados dos chícharos por otros dos, que si tres chícharos al cubo... ¡atroz! Eso había ocurrido hacía 26 años y todavía, sobre su espalda, se le veía cargar las inmensurables proporciones de un gigantesco chícharo, verde y brillante. Esa era la inobjetable razón por la cual caminaba ya tan lentamente, con un dorso arqueado y el gesto atribulado de cansancio.
Terminadas las cátedras, se recluía en su casa. Se escondía temeroso, casi con el presentimiento de algún colosal infortunio sobre él, y no volvía a salir si no le era absolutamente indispensable.
El Profesor Martínez conservaba un jubiloso y secreto orgullo de kadi. Pudo entregar, en alguna ocasión, a cada uno de los mercaderes que lo consultaron, el producto de sus réditos en cantidades salomónicas luego de que, agobiados y ofendidos, se presentaron ante él clamando equidad. Entonces se retiró a su aposento a meditar, mientras ambos mercaderes esperaban en el solio, vigilados por la guardia del walí, para impedir que sus majaderías se convirtieran en más golpes del uno para el otro, por la evolución del furor propio de quien cree ser asistido por la razón en padecimiento de injusticia.
"Dos capitales iguales se colocan al 8% y al 10% respectivamente. Calcular los capitales sabiendo que el colocado al 10% produce $ 1,600 más que el colocado al 8%.
Permaneció durante 10 minutos encerrado y finalmente salió con aire ufano para remediar la pendencia.
Entregó a ambos mercaderes las cantidades que les correspondían, y éstos se retiraron, caminando sin mostrar las espaldas e inclinándose repetidas veces, no sin antes haber recibido el castigo de azotes y habérseles confiscado a cada uno la cantidad suficiente para saldar el pago de los destrozos que su pelea en el zoco había provocado.
Sin embargo no era esta hazaña, pese a la arrogancia que le permitió el resultado, la que más lo engreía. No había para él acertijo invadeable, incógnita inasequible, invencible quimera ni misterio insoluto. Su petulancia vocinglera desafiaba cualquier enigma; podía descubrir la edad de Carlos en los 4/5 de la edad de Manuel, con la simple noticia que dentro de 5 años la edad de Carlos sería los 6/5 de la de Manuel; cual nigromante, deducía las dimensiones de un terreno rectangular de 848 metros de perímetro, con sólo saber que la altura era la tercera parte de la base; sabía calcular dos ángulos complementarios que difirieran en 12 grados, y hasta predecir el tiempo necesario para concluir la reconstrucción de la magnífica catedral de Notre Dame, tras la monstruosa devastación que provocaron hordas de hinchas luteranos en el recinto, si para la labor se habían empleado únicamente dos obreros, de los cuales el primero habían calculado finalizar en 18 días y el otro en 24, para el caso de tramar sus jornadas por sí solos.
En un lejano poblado del sur de Francia, un tren enjaezado con parquedad pero sin llegar a ser austero, hacía el año 1936 salía de la terminal ferroviaria donde había hecho breve escala. Las nubes, en ese momento, juntaron sus brazos negros como indicio nostálgico de alguna vaga desgracia.
Los pasajeros impacientes, debido a un extenso retraso, ya habían esperado algunos minutos en el andén, con los pañuelos ya enlagrimados, las cartas de recomendación en los bolsillos de los trajes, los abrazos y despidos dados y en sus caras un incómodo gesto de espera; suspirando y repitiendo en murmullo: “...así es“, ”...pues sí”, salpicando con: “cuídates” y “escríbemes”. Así que 10 minutos antes de que el tren iniciara su marcha, los pasajeros ya estaban en sus asientos, tamborileando impacientemente con los dedos sobre sus bolsos y mirando a través de las ventanillas las basuras en el viento de una estación desierta: “¡vaaaamoonooos!”, gritó finalmente el garrotero, agitando una campanilla con la diestra y colgando el cuerpo hacía fuera de la máquina, sujetado del pasamanos con la izquierda.
Se ignoraba la distancia exacta en que el próximo poblado se encontraba, por lo que hubo varios que, suponiendo una larga trayectoria, intentaron dormir acurrucándose desvergonzadamente sobre el hombro de la señorita emperifollada quien por timidez, sólo levantaba los ojos y refunfuñaba.
“No habrá problema”, pensaba el profesor Martínez. “Es cosa de todos los días, mayores y más complicados he resuelto”.
Abajo de los pasillos y corredores, apenas arriba de las vías, rozándolas peligrosamente, un polizonte se vanagloriaba de su logro, dándole un trago generoso a la botella de vino; luego eructaba y secaba sus labios con la manga de la chaqueta tan raída cuanto maloliente.
Transcurridos 30 minutos, el garrotero comenzó a revisar el boletaje a cada pasajero, con el anhelo de encontrar a aquél que no lo tuviera para poder desahogar sus ansias y dar gusto al deseo reprimido de dar los puntapiés y empujones que a su abundantísima esposa no podía. Al llegar aproximadamente a la mitad del convoy, se detuvo injustificadamente con el propósito ficticio de revisar las localidades enumeradas en su guía, cuando la verdadera intención era atisbar, sobre la orilla de sus hojas, las generosas redondeces que un escote lánguido exponía en una señora que inocentemente leía el periódico. La mirada lúbrica del garrotero adquirió la forma de una invisible mano: apretaba y acariciaba lujuriosamente, mientras sus ojos se invertían hasta quedar en blanco. “¿Sí?”, dijo la Señora. “¿Sí?”, tuvo que repetir al hombre que se estremecía sin escuchar, “¿Se le ofrece algo?”, le dijo. “¿Eh?... Sí, es decir, sí, su boleto madame”, contestó zozobrando. “Ya se lo entregué”, le respondió la señora, exageradamente molesta, mientras se cubría el pecho.
“Vamos a ver”, decía el profesor Martínez mientras se acomodaba los lentejuelos bifocales y levantaba la cabeza para enfocar el texto:
"Un tren parte de una población con una velocidad uniforme de 45 km/h; tres horas después sale otro tren por la misma vía, a 75 km/h.
El ferrocarril era de primera clase, por lo que en los pasillos podía verse la pasarela con la última moda en diseños de la capital, y en el comedor, los grandes gordos acariciaban su leontina en tanto fumaban afectadamente sus puros.
Cuando llegó la nocturnidad, con grandes esfuerzos el polizonte se encaramó hasta el vestíbulo.
Luego dio el trago final a la botella para aventarla enseguida fuera del tren. Adoptó un semblante fingido de sobriedad –curiosa borrachera— y entró a los dormitorios. Silenciosamente abría cada cortina para ver el sueño en el cuerpo expuesto y libido de las doncellas. Él lo sabía: las habría arrebatadas que durante el sueño se descubrieran los pechos, ya por el calor que arreciaba o por el ardor de esos sueños que abrazan y abrasan; o aquellas que dormidas dijeran las palabras fulgurosas que hacían falta en la pasión malquerida del polizonte.
"...Calcular el tiempo que tarda el segundo tren en alcanzar al primero y la distancia a que se encuentra el punto de partida.
“Eso es muy sencillo”, pensó el profesor Martínez. Le sacó punta a su lápiz, lo humedeció con saliva y después se volcó sobre el escritorio.
Para aprovechar la ocasión, el polizonte hurgó en los equipajes más suntuosos y llamativos, mientras los pasajeros se entregaban, en el sueño, a los placeres más irrefrenables.
Ya cuando regresaba al vestíbulo para luego llegar a las entrerruedas, pudo ser visto por un insomne, con el botín a cuestas, en cuyo fardo fue reconocida la trama colorida de un pijama hurtada. Cuando el abultado pasajero del camisón a rayas lo sorprendió, al instante comenzó a gritar: “¡Un ladrón!... ¡agárrenlo!, un ladrón a bordo... ¡atrápenlo que se escapa con mi pijama!”.
“Veamos: El segundo tren tarda X horas en alcanzar al primero, recorre 75Xkm.
"En el momento del cruce hace X+3 horas que salió el primer tren del punto de partida, ha recorrido 45(X+3)km. y en ese punto ambos trenes están a la misma distancia del punto de partida, 75X=45(X+3)75X=45X+135; 30X=135, X 130/30, X=4 ½ h.
Con grandes alaridos el hombre delator despertó a casi todos los viajeros que iracundos protestaban por el alboroto. Pero entonces, una alharaca más escandalosa promovida por el garrotero que desde el frente de la locomotora corría entre los pasillos dando graves baladros histéricos y arrancándose las ropas, completamente fuera de sí, terminó por despertar a los pasajeros restantes, quienes salían de sus camarotes absortos y conmocionados.
Pronto, se olvidó al ladronzuelo y todos se arremolinaron trepándose unos sobre otros por querer salir. “¡Rápido –se le oía decir al garrotero— salgan del tren!”. Pedía, además, que no perdieran el tiempo tomando sus pertenencias y que brincaran al campo a través de los vestíbulos. La muchedumbre se obstruía el paso entre sí en las puertas, puesto que todos querían salir a la vez.
Las señoras arañaban las caras a los señores; los más delgados escalaban la montaña de brazos y piernas sólo para encontrar también tapiados de carne los espacios altos de las puertas, y no faltó algún licencioso que aprovechando el disturbio, acariciara furtivamente los senos de las señoritas.
"Ahí está: el segundo tren tarda 4 ½ horas en alcanzar al primero. Otro enigma universal ha sido resuelto. En el momento del cruce están a 75 X 4 ½ km. del punto de partida.
Y remataba el profesor Martínez agregando en la hoja cuadriculada:
"COMPROBACIÓN:
45 (4.5 + 3 ) = 45 X 7.5 = 337.5
Un escalofriante silbido doble se aunó a la gritería dentro del tren, haciéndose una sola hoz que arruinaba una magnífica noche estrellada, y la rasgaba brutalmente.
El resultado del profesor Martínez fue erróneo. Parecía ser la primera vez que se equivocaba respecto a un cálculo. Nunca se enteró que los trenes iban en sentidos opuestos.
miércoles, 28 de octubre de 2009
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