jueves, 15 de octubre de 2009

C-X

Cierta noche de un sinuoso día, un oscuro y pesado filón de sueño, después de flotar perversamente sobre una cama, se metió en la cabeza de alguien que durmiendo intentaba privarse de un poquito de existencia.
El precedente de una jornada inútil y adversa trasladó desde la penumbra, toda la carne podrida que suelen tener los malos sueños, y la depositó en el camino que seguía la escapatoria de un evasor deficiente, y esto fue lo que soñó:

“El calor ponía uniformemente todo su peso sobre los párpados de Domingo Olíbano, y le resbalaba un breve hilo de sudor en mitad de la frente. El mundo tenía colores notoriamente artificiales; todo saltaba con tonos fosforescentes, y eso le ayudaba a Domingo a mantener la voluntad para no dormirse. Recargando la espalda en el cuerpo seco de un árbol sin sangre, clavado en la piel verdosa de la colina y el valle, Domingo Olíbano luchaba por mantener los párpados firmes y replegados. Con mucha dificultad miraba cómo las palmas del cielo y la tierra se tomaban y se unían, haciendo al centro un abismo azul e inalcanzable. A sus pies, la colina se desmayaba dilatadamente, derretida por el calor somnífero. La tierra había puesto a coser todas sus cosas. Ya no había tiempo para nada y la vida, su vida, la vida pequeña de Domingo Olíbano había pasado en espera de que la angustia lo matara de una buena vez: y no. Había pasado inútilmente, huyendo de su tenaz acosador.
Ahora, la consigna más importante era NO DORMIR. La única que habría de salvarle la vida —aunque fuera esa vida—. A pesar de eso, por un instante, el cansancio lo venció, aunque tan sólo durante breves segundos: su conocida angustia lo despertó súbitamente, con un fastuoso pero discreto temor que se apoderó de él.
Una fuerte, fuerte voz caída de las nubes... o quizá brotada de la garganta de las cosas, decía roncamente:
"... Domingo Olíbano debe ser capturado..."
El, por su parte, permanecía suspendido en el miedo de esperar, atado al temor que tenía por todas las inminencias, aguardando a que de pronto apareciera bajando la colina como víbora; que de súbito creciera el punto a lo lejos que habría de convertirse en su perseguidor, su matancero.
Hacía tanto tiempo que venía detrás de él, que ya le resultaba imposible recordar la causa del asedio, y sólo cierto instinto de preservación le ordenaba la huída siempre. Algo le decía que ése lo mataría después de capturarlo; quizá se lo hacía suponer su expresión metálica, sus ojos plásticos y su defectuoso enfoque, o el olor a muerto que despedía siempre que estaba cerca de él.
Divertido con la desesperación de Domingo Olíbano, su incansable perseguidor hacía decoro de paciencia.
"... Domingo Olíbano debe ser capturado..."
Muchas veces estuvo aterradoramente a su espalda, arañándola, a punto de agarrarlo... pero no lo hacía. No importaba. El acosador no corría. Sin implicar mayor esfuerzo, el que asediaba continuaba su paso constante. Por su parte, Domingo Olíbano escapaba desesperadamente de cada lugar, sin poder establecerse en alguno de modo definitivo. Siempre con el pendiente de verlo nuevamente, de que lo alcanzara y cruelmente lo matara.
En el campo llano, sobre el montículo del árbol clavado, Domingo Olíbano miraba fijamente al frente, por donde había llegado, con la indefensión de una pequeña presa.
Refrescó. Asecharon también nubes negras, como muchedumbre. El día se nubló. Las nubes lo amenazaban con caer en una forma mortífera de gases tóxicos. Domingo Olíbano veía el camino que había dejado, luchando por no dormirse. Poco a poco el cuerpo lo iba reblandeciendo. Sus músculos tensos iban convirtiéndose en una masa preparada para el horno de su propio sopor, a donde el cansancio conducía al sueño. Sus ojos se arrastraban con plomo hacia la punta última de la tierra, y él cedía.
"... Domingo Olíbano debe ser capturado..."
De repente, un poderoso brazo lo asaltó por sorpresa, salido de atrás del árbol, y armado con el más absoluto silencio y rapidez.
Era su perseguidor. Lo tenía. Forcejearon. Al principio Domingo intentó zafarse, pero la pinza metálica desgarró la piel de su brazo. Tornó a defenderse ofendiendo. Le impuso con fuerza golpes con los puños, pero la cara metálica de su oponente ni se protegía, no era lastimado. De un empellón pudo Domingo derribar a su contrincante, y juntos rodaron colina abajo. Domingo, más ligero, se aprestó a ponerse de pie rápidamente; entonces tomó una enorme roca y la dejó caer sobre la cabeza de su acosador, de su aferrado cazador.
Un escandaloso golpe metálico retumbó sobre las cosas hasta ondularlas. El seguidor cayó pesadamente, con todo su caparazón, a los pies de Domingo.
Así quedaron las cosas durante mucho tiempo. Uno derribado y junto a él, el otro inmóvil. Podría decirse que ninguno de los dos sabía quién había muerto y quién se había liberado.
Sin lograr mover objeto alguno, el viento se desplazaba entre las ramas del árbol y por el cabello de Domingo Olíbano. Podía verse suspendido el curso de la línea del viento dibujado en el espacio, su trayectoria haciendo espirales; y podía oírse silbando dentro del caracol de las orejas del que con ser asesino había pagado ser libre. Ese aire no hacía sino más silencio el silencio.
De pronto, muy malherido, el tenaz perseguidor se incorporó nuevamente. Con mucha dificultad levantó el trozo de cabeza que le quedaba en su lugar. Oscilaba todo su cuerpo con la evidente muestra del esfuerzo. Cuencas húmedas donde habían sido ojos; entrañas viscosas expuestas donde había sido textura, casi piel. Todo reventado y lamentable abrió la boca:
—Soy C-X —dijo, y en seguida se desplomó en grandes pedazos de metal.


En ese momento despertó.
Un oscuro y confuso ruido, semejante a un grito humano, partió el silencio. C-X, aterrado, dio un enorme salto sobre la cama. Despertó completamente húmedo y lleno de aceite, víctima de una falla en sus motores, circuitos, programas y facturas.
Había amanecido. Los pájaros tras la ventana le auguraban un espléndido día, pese a la mala noche anterior. Se levantó. Verificó su propio funcionamiento con múltiples pruebas y repasó su directriz principal.
Domingo Olíbano no debería estar muy lejos.

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