El sol occidental se inflamaba exangüe entre púrpuras venerías, sometiendo los saldos de su ira anaranjada, hincándose en la tierra del horizonte para que la constelación hiciera la noche con la ausencia de su enterramiento. Era el primer día del año de 1436. Un enfermizo muchacho de nombre Baltasar de Ramos, cuya mayor aspiración construía, con pacíficas jornadas de oratorios agustinos, la postrera remisión a la vida conventual que su padre militar le había negado con la doctrina de las armas, tomado de la ventana, veía acontecer el ocaso, martirizado por pensar en aquellas cabezas brunas que al caer tronchadas dejaban para siempre su crujir de fruta seca en la memoria; lo miraba recordando estremecido la multiplicación de los cuerpos fraccionados; y el fragor de los hierros contra los moros, con el fatuo anhelo de olvidar durante el sueño. Así que se dirigió luego hacia su camastro y se dispuso.
Cuando durmió, soñó que andaba en territorios visigodos y que el íntimo temor a los ataques de los bárbaros le hacía temblar zarandeándole sin compás el cuerpo carne y el esqueleto.
No requirió meditación: la irrupción al interior de aquella pequeña casa significó en su instinto el sentido de salvación. Cuando vio pasar de largo a la horda desenfrenada de salvajes y herejes, comandados al frente por un gallardo capitán a quien su ejército clamaba atronando “Atilas”, algo en su pecho dejó de contenerse y las sacudidas cesaron. Se alegró entonces de haber acertado en obedecer el impulso de esconderse; de no haber sido advertido.
Pasado el momento, se recostó en el suelo, sobre un montón de paja. Cerró los ojos y comenzó a soñar: sobre un brioso caballo a trote, supervisaba el martirio de los sediciosos quienes, uno tras otro, morían en un campo sembrado de cruces y gemidos. Por debajo de su forjada coraza sudaba copiosamente bajo el sol de mediodía que ponía a arder los metales de su armadura. Al pasar frente a un cristiano, detuvo su corcel que reparó de mal modo, derribando al jinete al suelo. Se levantó, se sacudió la capa y en seguida las manos. Luego, al escuchar su nombre, volteó a ver el rostro del hombre a cuyo pie de tortura había recortado la brida al caballo. El sol detrás del rostro le impidió, en principio, distinguir, pero cuando, al moverse de ángulo, pudo verlo, la impresión de ver su propia cara lo desmayó. Mientras estuvo inconsciente imaginó deducir que los inútiles esfuerzos para salir de unas aguas rabicundas entre las que se anegaba, daban mayor peso a su cuerpo que entre manoteos, zambullidas y gritos entrecortados, se hundía como esponja. Mientras podía pensar supo que había resultado impertinencia vana desafiar agoreros; que serviría de lección y nadie más vadearía el Nilo en épocas de turbulencia. Al otro extremo, en la ribera, una hermosísima joven miraba con terror cómo el de la improvisada balsa se sumergía para luego ser llevado boca abajo por la corriente vertiginosa. Su postrera imagen fue para Ra. Poco después, en tanto su cuerpo bogaba entre las aguas, el ahogado sintió que despertaba; que otra índole de vida le habitaba, y comenzó a soñar...
Baltasar de Ramos, el verdadero, despertó una lúcida mañana de septiembre de 1996. Yo aún no lo hago.
jueves, 15 de octubre de 2009
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