jueves, 15 de octubre de 2009

CONYU.G

Los muebles se pronunciaban incompletos. En sus sombras eran cruces y lápidas, tierra de cementerio. Afuera del cuarto había una luna plana, azul e inmensa muy cerca de la ventana. Por la transparencia de un delgado cendal pasaban haces de luz como agujas Parecían decir "partir la sombra" y "ser cómplice", y decir nada parecían. Eran una especie de responso inútil porque el bulto era sordo, un fardo muerto lamiendo el umbrío de lamerse el pecho, opaco y mudo. Callado todo.
Si cada cosa estaba aplastada de silencio y de oscuridad, había en cada una, sin embargo, la amenaza de ser ruido y de ser golpe, de ser súbito frío. Y en el centro, la carne ahí, girando como prendida res que la tierra no alcanza.
Abrió la puerta con calma. Se sintió seguro. Supo que encontraría el beneficio esperado para su labor de acecho y rejoneo, el acierto para sus cálculos precisos de tramador que opone todas sus armas y rinde cualquier método. La llamó por su nombre por pura vanidad. Nadie contestó. Con la vista hurgó entre la penumbra a grado en que sus ojos la descifraban. En una repisa estaba la nota y, sobre ésta, la pluma tibia de su última palabra. Tomó el papel y lo leyó emocionado. Cuando hubo terminado de leer, adivinó lo que era aquello que colgaba como murciélago enorme, y que parecía girar discretamente al centro de la pieza. Sutilmente sonrió. Una gran corona apareció sobre sus sienes. Entrelazó las manos y agradeció piadoso con los ojos abiertos tras los párpados.
Ahora comenzaría, por fin, a disfrutar su soledad.

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