Conocí a Hiram Derri durante una improvisada expedición de juerga estudiantil. En ese entonces ambos estábamos en la Facultad. En principio Hiram se resistió a acompañarnos, pero los demás insistimos. Él era de ese tipo de estudiantes que asisten con regularidad y dedicación a la escuela. No era originario de Guadalajara. Vivía itinerantemente en un departamento céntrico junto con otros originarios de Puerto Vallarta, quienes costeaban modestamente los gastos que generaba su estancia durante los cursos. Todos éramos alumnos de primer ingreso. Para nosotros entonces se abría un intrincado mundo de ideas, de complicados pensamientos, de palabras como claves secretas, de autores… Nuestro noviciado era objeto de pesadas bromas por parte de los alumnos más aventajados en la carrera, mientras que para ciertos maestros era cuña propicia para ensañarse con los más temerosos y tímidos. Hiram Derri no era de ese tipo. Casi no hablaba. Sin arrogancia alguna, sabía mantener un silencio repelente, de mesurados movimientos sobre pasos lentos, tranquilos, como los de quien se sabe conocedor de un enigma descomunal.
El paseo en el que lo conocí se realizó en la zona de la Ciénega, donde una tía lejana de Hiram tenía una casa. Antes de esa ocasión ninguno de nosotros había tenido oportunidad de hablar con Hiram Derri. Recuerdo bien que ese día todos los maestros faltaron a clase. Erick Gómez lo propuso, y asentimos los más allegados: Rafael mi hermano, Rafa López, Marce, Luis, Haro, Gueta, en fin casi todos los que pronto habíamos trabado amistad.
Chapala, con sus riberas satisfechas, con su barriga prominente y extendida hasta el valladar viejo, anegada de sí misma, sería, tan lejana y tan cercana, el contexto de las danzas en el Beer Garden del ya legendario Mike Laure, del paseo por el malecón y por el muelle con todos los litros de cerveza a cuestas, de la camaradería prometedora, de los planes y las esperanzas que un futuro dando vueltas en el aire, hecho moneda, tenía para nosotros; Chapala, digo, lucía galas de cordialidad, oportunidad y de todo por hacer para nosotros. Allá lo conocí.
Hiram Derri ensayaba a ser artífice del silencio, obrador y fórmula del misterio. Supongo que por eso, cuando “El mocho Cota” –maestro que debía su apodo a la falta de tres dedos de su mano— pidió que desarrolláramos una biografía y un árbol genealógico propios a manera de ensayo o narración lo más extenso posible, Hiram Derri renunció a referir con detalle su propia biografía y prefirió entonces hablar de personajes de su familia. Conque así fue que presentó su Crónica sobre la muerte de Uranes. Y he que aquí que ahora la transcribo:
“CRÓNICA SOBRE LA MUERTE DE URANES
I
“Poco tiempo se le conoció grande y en razón de mayor, pero nunca –eso poco– Ubaldo Derri mostró ser un mal muchacho. Creció mucho; su cuerpo estrecho pero musculoso fue jalado hacía arriba sin gran esfuerzo. Asistía regularmente a misa y repartía su diezmo sin remilgos cuando la canasta de la iglesia pasaba en recaudo.
“En el siglo XVI Ubaldo Derri no nació, pero sí su antepasado preferido: Sir Cécil Clementi; ahora lo recordaba con ahínco, con el afán de haber vivido en otros tiempos y en aquellos lugares, entre formidables castillos bretones.
“Mucho más cerca y mucho más joven, San Paulo despertaba otra vez, repitiendo sus capillas, su plaza y adoquines, sus bancas; copiándose a sí misma de la imagen que su recuerdo tenía de ayer; fabricándose por las noches, durante el sueño de sus habitantes; tomando de cual el adoquín, de cual la banca, de cual la plaza o las capillas.
“Eran las 6:00 de la mañana. En Georgetown serían las 8:15. Recordaba Ubaldo su tierra, veía el llano de su tapera sosteniendo el aro del sol orlado de oro. Ubaldo se levantó con algo de borracho y otro de resaca. Pensó ponerse los pantalones antes de ir al baño, pero esa idea al orinar ya se le había olvidado. Volteó al espejo y vio la cara más vieja de un Ubaldo más viejo: agrietada de tristeza, hinchada y sedienta. Con cuidado y dolor, tocó la impresión del golpe que un venezolano entendido en historia y política le puso con un madero en la cara: amor absurdo a la tierra que los ignora, anhelo de su pertenencia, avaricia por lo que de nadie es (ni de Venezuela ni de La Guyana), pero que en el mejor de los casos, entre acaloradas discusiones, empuja a ciertos corderos a golpearse entre sí.
“Cerró los ojos dos minutos sobre el lavadero, y entonces algunos arrozales le acariciaron desde la tierra amada del sur. Se repitió lo inútil de tanta evocación, lo inútil de recordar Georgetown como primer escala en el arte de hacerse otro, de esconderse entre quienes lo buscaban, de escapar mil veces, de escapar de andar escapando, dejando inevitablemente en todas partes fragmentos de una estela de lo que el puro olor de la sangre fue y era aún por artificios del crimen. Más si de un santopauliano era, más si a uno que tenía la facultad de reconocer a la gente desde lejos, entre la cueva que la noche era, pertenecía. Ese olor a sangre joven y gallarda que se fecundaba interminablemente en todos los recuerdos, en todas las memorias testimoniales y anecdóticas, sobre las calles de San Paulo, tan olvidadas de todo progreso, tan resignadas a la alimentación del puro pescado, tan reprochante San Paulo y siempre tan cerca, tan aquí.
“No dejó la idea imposible de olvidar todo y suspiró suavemente, fingiéndose una escuálida forma de olvido sin lograr siquiera imaginar su propio engaño, cual si la tranquilidad lo ablandara. Suspiró pensando en el día en que algo desde el cielo bajara hasta su pecho negro y de cuajo le abriera todas las preocupaciones con la irracional aspiración de nacer otra vez.
“Después salió del baño buscando ansiosamente algo con qué secar sus manos húmedas. En ese momento Ubaldo recordó otra índole de humedad en sus palmas: la sangre le escurría otra vez rápidamente, como si de las manos brotara, con una extraña vocación de naufragio, sin perilla ni llave para cesar aquel derrame. Corrió entonces entre lo tupido de la tierra, resbalando y cayendo, gritando y gimiendo; corriendo pensó llegar hasta Mackenzie-Wismar-Christianburg, pero nunca lo logró. La lluvia lo detestaba y dio para la sangre de Uranes los pies necesarios para correr detrás de él, sin tocarlo, sin llegar a usurpar su angustia, la muerte que cargaba, su preocupación, divirtiéndose, hecho chorro de agua y sangre, siguiéndolo como río nuevo, perversamente, hasta que un barco lo detuvo.
“Ubaldo diestramente saltó del muelle y adhiriéndose con ventosas de pulpo en la piel, cuya consigna era la de preservarlo vivo, subió al barco. Subió suponiendo dejar atrás todo: la carrera, el aire preñado de dedos, brazos y ojos de uno tan muerto; ciertas amistades de Georgetown que lo favorecieron con algunos dólares, y con los alientos y las bendiciones propias del condenado, ésas para quien sale con el irremediable destino a la pena.
“Todo se detuvo. Los muros de su cuarto lo golpearon, y un sol salvadoreño le quemó la piel. El agudo dolor de un morete le hizo recordar con rabia nuevamente a aquel venezolano cuya cara yacía perdida entre otras tantas del pasado en donde Ubaldo escrupulosamente las almacenaba. Quizás ahora también la policía de allí estaría buscándolo, y esta probabilidad hizo que el porrazo de llamado exigente en la puerta le revolcara el corazón y le abriera los ojos en toda su extensión. Era la casera.
“Ubaldo debería salir también de Ciudad Delgado. Ya no podía quedarse a esperar exhortos de La Guyana, o las órdenes de justicia que desde la forense salvadoreña, casi desde el otro lugar que ninguno conoce, habría de mandar para la policía de allí mismo aquel venezolano muerto.
“Era el tercer día de agosto, el día del empleado, y por eso fue que al salir Ubaldo no encontró tienda ni estanquillo abierto para hacer posibles los cigarros que habrían de relajarlo. Para él nada más acusante que el silencio que absorbía todos los movimientos lentos de la calle Cuscatlán, donde tenía su cuarto. Al regresar de la infructuosa búsqueda, encontró todas sus cosas al pie de la escalera del 63 de Cuscatlán, y a la casera gorda y sudorosa debajo de un vestido permanentemente sucio, mirándolo con desprecio desde un arriba de privilegio absurdo, haciendo muecas de enfado mientras le decía que ella no tenía por que hacer caridad alguna. Ubaldo la miró con paciencia y pensó que tres muertes ya serían demasiado para sostener su penitencia. Una cosa eran las tortugas, a las que certero sabía de sobra matar, en la azarosa búsqueda del carey en San Paulo, y otras los semejantes; poco le importaría la diferencia a él, pero no a su memoria, así que solamente levantó sus cosas hechas de un solo cambio, un relicario, un pasaporte y un pañuelo que contenía todo el capital que le quedaba. Empezó a caminar entre los gritos de la señora que ahora, envalentonada con la sombra del esposo –un sujeto no menos desgraciado que Ubaldo—, le aventaba con más ganas: ‘¡Y todavía me queda usted debiendo dos semanas de renta, vagabundo, infeliz!’. Poco después Ubaldo caminaba sobre banquetas más silenciosas, sin cigarros y con todos los nervios quebrados.
“Mientras caminaba, revisaba meticulosamente cada llaga del suelo, cada color, cada grieta; cuando levantó la mirada lo detuvo un hombre delgado y barbado: era Sir Cécil Clementi. Él siempre le había dado la razón, fue quien le aconsejó la muerte de Uranes; decía que no había por qué tener para la patria otra clase de héroe; que Uranes era más digno muerto, pues existían –le dijo– dos índoles de héroes: aquellos a los que se venera, con independencia de su persona, por su sino sangriento y fatal… se les honra por ser el lugar en donde la historia obra sus excelsitudes. Son los que mueren pronto y con gloria, entregados a toda clase de mitos; de este tipo es Uranes. La otra clase, a la que Ubaldo pertenecía, era la más ingrata; aquella que se pierde entre las sombras de la ignominia, ganados sólo los rencores y la perpetua condenación; la vejación como único premio ante la ardua labor de glorificar a quien ostentará el único título de ‘héroe’; esta clase –agregó– resulta imprescindible. Ningún héroe sería lo que es y a nadie éste debe más ni mejores regalías, las cuales, en cambio, más tienen de obsequio el abrojo y el hierro candente e infamante, antes que el merecimiento a que el regalado tiene derecho. Decía además Sir Cécil Clementi que el tiempo para la muerte de Uranes ya había llegado y que era destino de Ubaldo glorificarlo. Se mencionaron entonces entre Sir Cécil y Ubaldo a Caín, a Dalila, a Judas Iscariote, a Bruto...
“Caminaron mientras platicaban, a través de las callejuelas solitarias de Ciudad Delgado, durante un día de fiesta en El Salvador. El consuelo que se daban mutuamente por sus desgracias confesadas aligeraba la carga que ambos llevaban. Caminaron muchas horas hasta que Ubaldo tropezó con un señor que también divagaba, quizá acosado por otra coyuntura. En ese momento Sir Cécil desapareció.
“Ubaldo comprendió que su existencia obedecía a la paciencia necesaria para asimilar la inmensidad de la desdicha que contenía, a la tolerancia indispensable para entender los quehaceres de la tristeza que había fincado sus condominios cerca de los suyos. Al volver la cara hacia Sir Cécil Clementi para maldecirlo –no para sentirse mejor— el constructor de iras ajenas ya no estaba.
“…Sólo sobre la calle ciertos caminantes hasta antes inadvertidos y que lo miran con asombro, como diciéndole con el puro mirar que también ellos conocían su desventura y que se sentían felices por saber las propias más pequeñas.
“La abundancia súbita de gente que se repetía infinitamente dando vueltas en círculos en torno a él, detrás de esos ojos multiplicados y sus cascadas de recriminantes miradas, le hizo pensar en lo errático de la elección de El Salvador como vínculo de escape, y recordó, con intención de justificarse, la razón por la cual lo había escogido. Pensó que siendo uno de los países más pequeños en Centroamérica, tendría funciones de rincón y de guarida. Esto no fue así, sabía ya Ubaldo Derri que su arrepentimiento tenía exactamente el mismo tamaño de su cuerpo, y por eso era que con admirable disciplina lo seguía a los mismos recovecos y esquinas en donde Ubaldo se escondía mortificado. Fue por eso que consideró vano escapar a San Vicente, que por pequeño habría sido mejor escondrijo. Algo era cierto: Ciudad Delgado ya no lo quería, con venezolano o sin él.
“Completamente solo imaginaba, entre convulsiones, vómitos y dolor de cabeza, el llanto prolongado de doña Francisca, y su culpa crecía. De ella recordaba las visitas a la casa donde esperaba siempre sentada Francisca. Se acordaba de cómo lo abrazaba, de cómo sus brazos se extendían sobre sus hombros generosamente, de cómo sus palabras contenían siempre respuestas, cómo sus respuestas contenían siempre caricias y cómo las caricias lo embarazaban completamente de ganas de no despertar jamás de la almohada de su pecho. Llegó incluso a escuchar su voz de nuevo, voz metálica de corno que silbaba dulcemente: la escuchaba cantando y le maravillaba que no lamentara su imposibilidad de andar, su estación perpetua y el dolor que cada ojo tenía siempre sosegado y distinto el uno del otro.
“En medio de su desvarío, buscó afanosamente el origen de la voz de Francisca. Se detuvo un momento asiéndose de un árbol donde en una de sus ramas hablaba cierto pájaro con la voz de su querida nana. La voz de Francisca en esa ave repitió un fragmento de la infantil historia para propiciar el sueño, que en los venturosos días del niño de entonces solía escuchar de su nana, y que ahora ese Ubaldo reconocía jubilosamente en cada tramo.
“...El miércoles es vértice. El miércoles sabe a tamarindo. Es un día que amanece y nace feliz, a pesar de la vecina y violenta muerte del martes, muerto por lanzas y golpes. Los hijos del miércoles trasnochan: alargan su vida tras la frontera de los demás. El miércoles es productor de risas y fabricante de sueños. Todos los hermanos y amigos de la claridad lo visitan entre las 12:00 y las 3:00 de la tarde. Los muertos que inician su curso lo hacen felizmente si comienzan a hacerlo en miércoles. Estamos dentro del ombligo. Cualquier lugar fuera del miércoles queda a la misma distancia: es equitativo y justo. El miércoles tiene sabor agridulce, aunque pocas, poquísimas veces permite que lo prueben: tiene su carácter, es temperamental; frecuentemente antes de terminar sus labores, sin mediar alguna palabra, se va.
“En cambio el jueves es desequilibrado. Su comisión en el planeta proviene de cunas ancestrales que no columpian cosa alguna que no sea nacida de un huevo: su vocación avicultora, piscicultora, repticultora y fobicultora nunca rebasa sus márgenes. El jueves es circular, sólo por eso lo incluyeron en la semana, entre los otros días. El jueves tiene parentela con la “U”, por eso vive tan triste y moribundo. Sin serle resuelta cosa alguna en la costumbre de vivir, vive y hace vivir siempre pendiente de algo que no ha de pasar. Es café y al café prefiere. El jueves gusta de la carne, le gustan las caricias y la sangre cruda. Pronunciar su nombre es consecuencia de correcciones. El jueves tiene un lugar errático. Su presencia no enfatiza sensación alguna, salvo la incursión entre cobijas y colchas frías acompañado de un buen alguien. Este es el mejor método para esperar a que los jueves se terminen: perfectamente cobijado.
“Repentinamente todo se silencia para Ubaldo. Comenzó a caer vertiginosa y calladamente en un sopor intolerable. La voz de Francisca había dejado solamente su eco rebotándole entre cada oreja, haciéndolo una piedra sorda para todo lo que lo rodeaba. Con determinación levantó sus manos y las colocó en su cabeza. Intentó arrancarse el cabello. Creyó que estos actos involuntarios lo relajarían. Era falso, falso como el abismo en que seguía cayendo indetenidamente y que le dejaba el estómago en el cuello, el cerebro en las rodillas y el corazón licuado entre las venas de los dedos de sus manos.
“Ahora ya era enero, y no había todavía señal alguna de que en El Salvador se hiciera alboroto entre la ley por la muerte de uno tan lejano, no pariente ni hermano de ningún otro. Pero a pesar de la falta de señales contundentes y firmes, para Ubaldo cualquier mirada resultaba guyanesa, cualquier cara era testigo de aquel embate, cualquier transeúnte sobre la calle era puesto ahí adrede para de alguna manera decirle a Ubaldo que su acto era conocido pero callado, por el solo gusto de tenerlo pendiente de la incertidumbre.
“Ubaldo, internado en una sudoración incesante, en un hecho de elemental incoherencia, recordó los versos que había leído hacía más de 6 años, durante una repentina visita a Puerto Príncipe. Comenzó a golpearse en cada muro, cada puerta, cada poste, que igual que todo, andaba emancipado de la fijeza del suelo, gritando y sudando, diciendo:
“Otro sería si pájaro fuera
que quizá aquél infeliz no exista,
otro pájaro sería si fuera
aquel que infeliz quizá no exista.
“Era el día jueves 23 de enero de 1958, una semana después fue encontrado por un niño que jugaba debajo de un puente, el cuerpo descompuesto y tieso de Ubaldo Derri.
II
“La suerte obra sobre nosotros su inexplicables caprichos, por eso quiso que fuera precisamente el 28 de diciembre el suministrador del néctar soporífero para uno destinado a la gloria. Diciembre, propicio albergue de tanta desgracia cuanta fuera en los tiempos el hombre capaz de imaginar. No podía faltar la de Uranes. El año de 1957 funde para Uranes su cuerpo obeso y lo derrite, lo transforma, lo seca para hacerlo cartón y sangre coagulada. Su cuerpo hecho luego vaca muerta, inyectado con navajas y somníferos pesados y prolongados, se derrumbó despacio sobre su sangre entonces recién vertida; toda la masa de un edificio nutrido de presagios. Y lo hizo en trozos como los grandes bloques de hielo del Mar del Norte que se internan en el Sur.
“Diciembre 28.
“Era el día del santo patrono en San Paulo, quizá el santo menos venerado en La Guayana: con excepción de esos festejos a sus honras, no se conocían mayores expresiones de devoción a la misma imagen. Ya entrada la noche, cernida sobre todas las cosas, era difícil distinguir lo que corría entre pujos y yerbas altas, por eso la carrera de Ubaldo no fue detenida. Todos estaban lejos cuando la pelea, pero ahora con el recorrido de La Vela lo encontrarían, hallarían el cuerpo grueso de Uranes extinguido en el planeta, y así fue.
“Uranes esperaba, ya una vez muerto, que no fuera encontrado pronto, pues le parecía que un muerto reciente, a penas tieso, con los rubores todavía en la carne descarada, inspiraría muy poco respeto. Pese a la voluntad de Uranes, y a la del propio Ubaldo, el fiambre fue hallado pronto, con sus ojos espantados, con su olor a cadáver nuevo y con el cuerpo desmenuzado. El asesino ya no andaría cerca. Las búsquedas que se hicieron para hallarlo fueron solamente de mero trámite judicial. A decir verdad, los comisionados en la pesquisa, al ver el producto del alma diabólica capaz de semejante brutalidad reflejada en el descuartizado, en su peligrosa encomienda no empeñaron siquiera un regular deseo de encontrar al culpable.
“Como todos los años La Vela Santa sería paseada sigilosamente entre la zona de los cañaverales al sur, la Barranca del Quito al este, el Camino Viejo al oeste y el Cerro Gordo al norte; de modo que se enteraran los 6 kilómetros cuadrados entre todos los puntos, y al centro San Paulo quedara inmaculado y a salvo de la amenaza del pecado. Para cuando todo el pueblo, entre los que iban obligados y los devotos por propia convicción, terminara tal recorrido, la noche ya se habría comido todos los demás festejos.
“El Santopauliano que llevaba La Vela Santa explicó después que varió levemente la ruta tradicional porque obedeció “cierto mando impuesto por el propio cirio”, tal vez éste habría escuchado el reniego doloroso de Uranes, y aún en contra de la voluntad del nuevo muerto respecto a ser encontrado ya irreconocible, acudió para que se le auxiliara espiritualmente.
“Uranes murió con los mismos trabajos con que nació; y mientras lo hacía, sumergido en esa prolongación de lentitudes, pensaba desordenada y vertiginosamente. Evocó las pendulaciones de Isabel en un esfuerzo completamente inútil. Se llenó de rabia ante la seguridad de nunca más saber nada acerca de El Dorado. Su cara acentuaba paulatinamente pero con énfasis su color natural ahora con un nuevo matiz purpúreo. Durante las tres horas que necesitó para morir aprovechó de esta dilación todas las ausencias de luces con que la muerte lo fue abrazando. Luego tuvo lástima de sí mismo por la imposibilidad inminente de ver La Guyana independiente, a pesar de tanto esfuerzo y de tanta lucha insurgente. Poco después se sinceró y entonces reconoció que lo que realmente lamentaba era saber que nunca detendría con su generoso peso el escurridizo sillón del escritorio en el despacho de la Presidencia de San Paulo. Despreció a los otros negros incapaces de vencerlo. Se reconocía inepto, y esa certidumbre agravó su mal venturada muerte, nunca mejor que su vida hecha de complacencias.
“Ahora estaba ahí, completamente solo ante sí mismo, ante sus fragmentos ensangrentados e irrecuperables, ante la verdad atrozmente ulterior de las tantas mentiras. Entonces desdeñó airoso a su mamá Francisca, la imposibilidad de ser maestro en la Universidad de La Guyana una vez fundada, a Isabel que nada en lo sucesivo le significaría, y dedicó su último suspiro a Sir Walter Raleigh, quien en cierta forma había propiciado, con el despojo a los Holandeses, una Guyana más libre, más probable y propensa a sus ambiciones, frustradas ahora por la mano de Ubaldo.
“El mismo día 28 –cuando por la muerte de Uranes el calendario común regiría nuevamente la vida de San Paulo— por la mañana, el aún vivo y fuerte Uranes se había levantado de buen talante. Por toda la casa se escuchaba el alborozo de un singular concierto de trinos procedentes de la larga hilera de jaulas que, dispuestas por todas partes, contenían las más exóticas especies de aves, cuidadas con esmero por su mamá Francisca. Estos pájaros fueron siempre uno de los más brillantes orgullos de Francisca.
“Ya en el comedor, con religiosa puntualidad le fue servido a Uranes su chocolate sobre la mesa compuesta, misma que conducía la vista, con algo de voluntad, al jardín frontal de la casa. Allá en la calle a través de la ventana, se podía ver cómo los vecinos se esforzaban animosamente en ornamentar las fachadas de sus casas para las fiestas de cada año en San Paulo, para la noche; las mujeres para La Vela Santa, y los hombres para la emoción de descubrir en el pueblo a esa muchachita hasta entonces imperceptible tras los largos encajes y las muñequitas.
“Uranes desayunaba automáticamente. Tenía los ojos puestos en la calle y el pensamiento en Isabel. Tragó así algunos bocados y volvió después la mirada hacia su madre Francisca Torrente. La vio como era su costumbre, sentada a la puerta del zaguán de la casa, agitando un abanico y saludando a cualquier persona que pasara. De vez en cuando cerraba sus ojos ajados para sentir entre sus grietas el puro rumor de lo que el viento deja con la débil presencia de la brisa marina, con los oídos atentos solamente a las buenas voces. Tal vez por eso fue que no escuchó lo que Uranes le dijo.
“Por su parte Uranes, engañado al pensar en que seguramente había sido escuchado, al terminar su desayuno se levantó después de limpiarse las botas con la servilleta de los cubiertos. Pasó a un lado de Francisca sin decirle nada más. Al llegar a la puerta se detuvo, inhaló fuertemente apoyando las manos en puño sobre la cintura, haciendo hacia atrás los faldones de la levita, y por encima de las demás casas miró los cerros que hacia lo más profundo perdían su fulgor entre una niebla densa fabricada con los sueños de todos los santopaulianos, cuando en sus noches tranquilas, arrulladas por el rítmico golpe de las olas, duermen mortecinos. Uranes azotó su fusta contra la rodilla de su pierna, inclinó con presunciones de galante su sombrero y se encaminó a otras calles.
“Al llegar al bebedero se encontró con Ubaldo Derri, aquel fortachón con quien había tenido altercados que no pasaron de espectaculares desprecios y amargas apostillas del uno para el otro; Ubaldo Derri, otro mulato careyero seducido por al bonanza por la que atravesaba San Paulo en la caza de tortugas, un advenedizo de quien se rumoraban tantas cosas.
“Ubaldo Derri tenía poco tiempo de habitar San Paulo. Había llegado en el Uturriaga, atraído, además de las tortugas, por un abstracto y desconocido deseo de encontrarse ante el origen de sus raíces, de su pasado desvanecido.
“El tumulto y la mala suerte los puso en la misma mesa. Tomaron mucho, y al principio lo hicieron a modo de buenos amigos. Pero entonces Uranes dijo algo como no queriendo decirlo, cual si obrara sin voluntad. Estas palabras que en realidad Ubaldo no entendió, precedidas de un silencio fortuito, fueron tomadas como algún tipo de provocación.
“Para Ubaldo, en la mesa compartida ahora un tercero intervenía azuzándolo. Era Sir Cécil Clementi. Estaba sentado sobre el puro aire y atizando, arengando la ira de Ubaldo, ciñéndolo fuertemente al ímpetu del impulso criminal. Fue cuando una orden superior motivó en Ubaldo la fuerza del reto, la provocación del encuentro que habría de aclarar muchas apuestas sin terminar.
“Ya en la tarde, Uranes acudió al arrozal con la cobarde idea de aclarar y concertar, con un ánimo de ventajosa conciliación y un machete poderoso discretamente fajado al cinto.
“Una mancha entonces atravesó su pensamiento. Se sintió con el derecho impúdico de dar muerte a cualquiera. No obstante, algo de temor aún le aconsejaba, entre ebulliciones de ideas, entre arrecifes y olas, que aprudentara y arreglara después las cosas con Isabel, que con ella aclarara aquellas habladurías.
“Al llegar a la loma destinada, estaba ya Ubaldo férreo y sin arrepentimiento alguno, sujeto a la convicción de arrebatar la permanencia de Uranes del privilegio de todas las consideraciones que lo encumbraban con evidentes artificios. Después de algunas inútiles palabras y de empujones, Uranes sacó de su cinto el machete y ambos se trenzaron vigorosamente. En el horizonte, el sol ruborizado, acaso avergonzado, se zambulló lentamente tras las oteros como esperando no ser advertido.
“Ambos se golpearon sin clemencia alguna y en poco tiempo apareció la sangre. Sobre la cabeza de Ubaldo, guarnecida nada más por un sombrero de paja, cayó con estrépito el filo carnicero del machete de Uranes. El ruido que produjo ese golpe hizo recordar al agresor instantáneamente las visitas a las carnicerías con su mamá Francisca; le recordó la partición de la caña, de la calabaza, el estruendo de los cráneos de las reses a la hora del mercado. Rápidamente, la camisa de Ubaldo se tiñó de un rojo violento, y la sangre se le imponía en los ojos, obstruyéndole una visión clara. El machete parecía un hambriento devorador de carne. Una gran grieta apareció en la frente de Ubaldo y no cerraba hasta donde la cubría la crespa cabellara. Brevemente la pelea se detuvo, con la falsa referencia de una justa fácil.
“Una hoja suspendida en el viento, volando con movimientos informes y erráticos en medio de la lucha, le hizo pensar a Ubaldo: recordó, en un casi fugaz pensamiento, absolutamente efímero e instantáneo, al Uturriaga al garete, puesto sobre la inmensidad de un desierto de agua, a miles de kilómetros de cualquier cosa. Vio en segundos una ráfaga fulgurante que le trajo el cuerpo de un capitán tendido en popa: el capitán Heriberto Derri tumbado de muerte. Vio nuevamente ese saco incansable sepulta-capitanes. Vio al cuerpo de su padre inyectando el mar. Se vio solo y aterrado.
“Uranes embistió nuevamente, con la idea de rematar, sobre el cuerpo caído de Ubaldo; destino de la punta: el vientre; pero algo instintivo movió a Ubaldo justo antes. El machete quedó sepultado parcialmente en la tierra lastimada, como una banderilla que no piensa, como un imbécil e incrédulo atisbador.
“Ubaldo se levantó, motivado más por el honor del recuerdo y la rabia, que por el odio contra ese negro, por lo demás torpe para la pelea. Ya de pie empuñó todo su coraje. Con las manos desprovistas Uranes era hasta cierto punto delicado, así que su gorda cara recibió una serie interminable de puñetazos. La sangre de Uranes también se vertió, saliendo desde abultadas heridas con saltos vertiginosos. Todo el entorno giró con mórbida rapidez entre los combatientes que, poco a poco, fueron perdiendo fuerzas y sangre que la tierra recogió.
“De un empujón ambos cayeron al suelo. Rodaron hacia una barranca que quizá estaba ahí intencionalmente con la pretensión de separarlos y apaciguarlos. Cerca del risco de la barranca, a punto de caer al abismo, los dos siguieron golpeándose. Repentinamente, Uranes logró levantarse y corrió hasta donde estaba el machete sanguinolento. Lo tomó y al desenterrarlo, sintió la victoria como algo suyo. Uranes blandió su arma contra los esquivos de Ubaldo, con la pecaminosa idea de clavarlo en su vientre. Volvieron a caer al suelo y ahí se discutieron la posesión del fierro que habría de darle sólo a uno el triunfo. Finalmente el machete se interna, como un rayo de luz que parte las sombras, entre las vísceras de Uranes, que explotan irremediablemente. Uranes rueda con todo su peso sobre la tierra y sobre las extensiones de su cuerpo que recibe todo el encono mutilador de Ubaldo.
“Casi inmediatamente después, de una forma misteriosa, la cólera se transformó en un sentimiento menos agresivo, pero no menos violento. Ubaldo escapó del cuerpo moribundo de Uranes, en medio de un espantoso llanto. Corrió entre la nueva oscuridad, queriendo encontrar un crepusculario en su corazón reventado. Dejó atrás la tierra de San Paulo. El territorio de los muertos acababa de inaugurarse. Nunca el Guyana Daily Graphic hizo tan poco caso de una muerte tan grande.
III
“El viernes 19 de octubre de 1924 para el calendario común, durante una semana prolongada en luna, Francisca Torrente dio a luz un pedazo de carbón con figura humana. El niño era fuerte y áspero, su cara era piedra tallada con el laborioso arte de sus antepasados, y su peso vasto era amorosamente atraído hacia el suelo. Ya bautizado le llamaron Uranes (como el último, único e imposible día fausto, nacido de la cesión de tres horas que todos los demás días hicieran). “Tiene espalda de redentor, será cuna propicia para látigos y palos”, dijo el padre de la Santísima Providencia, que fue quien le colocó el nombre en la frente.
“Como la labor del nacimiento fue tan prolongada, Francisca no tuvo más remedio que decir que de cualquier forma ya no necesitaba ir a ver y conocer lugar alguno. Y que la obra ahora consistía en hacer que las cosas atendieran la invitación a llegar desde todas partes. Francisca recibiría la visita desde su silla acojinada, desde la prolongación de su cuerpo inmóvil, y tendería gasas y algodones sobre las sábanas donde habrían de depositar cada recuerdo todas sus cosas, y cada cosa todos sus recuerdos. Francisca Torrente no volvió a caminar. Uranes terminó de nacer el 26 de octubre de 1924.
“Al poco tiempo de nacido, Uranes ya caminaba con destreza; y antes de cumplir cinco años, ya había aprendido a leer. Pronto, sin forjarla, creció a la par de Uranes cierta leyenda: se decía que su cuerpo infante había sido encontrado en medio de un maizal, todo cubierto de lodo, y que se había formado de un chorro hirviente que cayó del sol, hecho lava o metal fundido, para que el suelo frío con sus terrones le diera la forma de su entraña. Se decía también que Uranes ya existía desde el inicio de los tiempos; platicaban los más viejos que cuando eran niños escuchaban las historias de Uranes de bocas de los ancianos, quienes a su vez enfatizaron la categoría de leyendas viejas que sus antepasados les impusieron al contárselas también cuando fueron niños. Ya desde entonces se sabía de sus hazañas: que hacía 560 años Uranes descendió sobre una tierra fértil, llena de sangre y agua, para fundar Xochiltepec, nombre traído desde muy remotas tierras, al norte, y cuyo significado pronto olvidaron quienes referían la exhuberancia que alguna vez tuvo el lugar, mismo que después se convirtió en San Paulo. Contaban, además, que hacía 210 años, Uranes, durante una rebelión originada por algunos negros cimarrones que destrozaron completas las haciendas de Santa Teresa y El Moro, libertó a 159 negros traídos como esclavos desde llanuras muy distintas y lejanas. Decían que Uranes nace de las entrañas del viejo más sabio en San Paulo; que al morir aquel Uranes, y pasados 6 años, el pecho del anciano se abre descuajando su osamenta para dar paso al nuevo Uranes, emulando mariposas y capullos.
“Lo cierto es que Uranes nació en el 24, y cierto también que su sino fue más destroncado que de lo que de él se decía, y con realidad lo único que se acrecentaba fehacientemente era su corpulencia. Nadaba su persona entre su tan sobrada continencia, sumergido en un mar de pieles, en las extensiones dispendiosas de su carne que con mucho esfuerzo repartía entre los espacios. La madre tuvo para el niño el nombre gordo nacido por la cesión de tres horas que cada día de la semana hizo, formando así un octavo día llamado “Uranes”; de 21 horas como todos los demás.
“Sin tálamo siempre, Uranes quedó victorioso en su odre célibe; a pesar de Isabel, a pesar del mismo Uranes. A pesar de Isabel, quien no habría de ver sin ropa su cuerpo, nuevo siempre, siempre nuevo, durante el resto de su vida, desde su nacimiento, hasta el día en que había iniciado “el resto de su vida”. Esbelta, se levantó un día del suelo como espiga para regresar a él, entera pero más vacía. Dijo el padre que la sepultó: ‘Existe, antes de concedérsenos cualquier pensamiento, un desencanto de las cosas y de las almas. Vagamos solamente, y a cada uno pesa insomne un bromo grande que nos suplanta, un sordo plomo que estaciona su penumbra aledaña a nosotros, haciendo de su casa la única materia completa, la única certeza...’
“En un aire húmedo y estancado se transportaban con pesadez, en medio de un tiempo profundamente estático, un conjunto de voces y pensamientos. Aprendiz infructuoso en poesía el muerto remitía su voz:
“Viene tu piel resbalando;
una Víbora que zumba,
que cimbra el paladar terso
con soledad de una tumba.
Vienen las ansias
y el ímpetu endemoniado,
viene la espera
y el tiempo que no ha llegado.
Mandas
porque mando mi recuerdo
siempre
a tus personas que no están.
Afuera de ti:
el mundo redondo y yermo.
Isabel en vida, acaso alguna vez escuchara los versos de otro, escritos en altamar:
“La mujer es fruta rota
cuyo deber es tronar
ante precisa boca
con quien debía estrenar.
Fruta viva de sangre tierna,
ruta cruda y sabor templado.
Titán que emerge (tumba)
de mi tumba hereje (tanto),
que tienta (tumba) tanto
al (titán)que tumba tiempo
que tanto (tienta) tiempo tuvo
La mujer es fruta rota
cuyo deber es tronar
ante precisa boca
con quien debía besar.
Todavía antes de morir, entre un torbellino atemperado, escuchaba la voz alternada de uno y de otro, los de la “U” clandestina:
“Se me cansan todos los brazos
por tanto detenerme en medio.
Me canso de ser espiga
y de morir me canso.
Se me cansan todos los brazos
y también yo me canso de ellos;
cuando he creído que me alzan,
es mi cuerpo el que se entierra.
Soy una escasa a penas punta
que pronto caza enterramientos;
todos los sepelios del mundo
ya los he memorizado. …Uranes
* * *
“La voz de los golpes fríos
que fabrican desventura
vierte su compás continuo
como en cualquier amargura.
La vida de mi baldío,
en imperios de catástrofes,
en multiplicados martillos,
en grietas de sudor y sangre;
en grietas de sombra y hambres.
Vive grande la gran falta:
por el espacio en el planeta,
por lo sobrado del espacio. …Ubaldo.
* * *
“Mis pertenencias andan
sobre talud infinita,
y mientras que en sombra ensayo
las mentiras de mañana,
hurgo entre mis costillas;
nada tocan ya mis manos,
fuera de mi pobre fuerza
nada requiere descanso.
Ninguno tan errado:
tengo el oficio de filtro
maquilador de violencias,
contenedor de la espera.
Aquel momento vendrá.
... llegar
... dormir,
muchos años. Urando… / Ubalnes…
“Cierto heraldo llegó hasta los oídos de la gente de San Paulo. Francisca Torrente no se sorprendió; después de la muerte de Uranes, sabía que la propia sangre de Ubaldo le reclamaría como acicate venenoso, y que no podría cargar con su destino funesto. ‘Ubaldo había muerto’.
“Francisca Torrente, aunque nunca tuvo en San Paulo el cuerpo muerto de Ubaldo, le ordenó misas, y mandó también a hacer otro sepulcro junto al lugar donde se habían hundido los pedazos de su hermano Uranes.
“La nueva tumba nunca tuvo cuerpo humano que la llenase. Ubaldo se había quedado lejos, ante una clase innovada de nostalgia, que hacía robusto nido en el cuerpo viejo de Francisca, quien maldijo para siempre, con todas sus fuerzas, a todas las cosas del universo que veía tan vacío.
“Ya una vez le había sido arrebatado. Ya una vez se habían llevado a Ubaldo, en “El Uturriaga”, cuando el capitán Heriberto Derri decidió que había llegado la hora buena para hacer en la mar a otro marino, antes de que cumpliera los 5 años.
“Quedaron finalmente juntos, auque de cierta forma incumplida. Cada cual vecino y liminar del otro, ambos cercanos y distantes, conociéndose la muerte mutuamente aunque sólo en loza. Las Criptas: ‘Ubaldo Derri Torrente (19 de octubre de 1924 a 23 de enero de 1958)’; ‘Uranes Derri Torrente (26 de octubre de 1924 a 28 de diciembre de 1957)’
VI
“Como haciendo labor de talismán llevo continuo el recuerdo de la Guyana, de San Paulo, de su elevación siniestra sobre el mar, de mi padre, de su terrible ausencia, de su exilio independiente en El Salvador, hasta donde una justicia implacable lo siguió. Le recuerdo sus labores, mi torpe ayuda que retrasaba su tarea, sus caricias como premio. Sobre mí se repite constantemente esa época: el interminable tiempo de paciencia que las tortugas usaban para salir de su aire licuado de agua. De ellas recuerdo toda la variedad y el capricho de detenerse sobre sus caparazones, que atraían del cielo otro sol minúsculo para dejarlo en lo sepia de sus espaldas. De todo el peso que ese brillo tenía y que les hacía lentos sus pasos, hundiéndolos con cuidado más bien medroso entre la piel desmoronada de la playa; cuna hirviente de sus hijos, sirviente, sonora y cuajada: infinita. Me acuerdo que salían del mar para ser madres, y me acuerdo de lo lento que era para ellas todo; a pesar de la rapidez del palo se morían lento, despacito, como entendiendo a penas cuánto dolor era su cuerpo capaz de sentir, acaso diciendo con trabajos lo que habría sido una oración. Muchas veces se quedaban sus ojos flotando entre el mar de arena y sangre, desprendidos de su cuerpo. Nada quería con nosotros la labor de terminarlas; pero pagaban mejor la tortuga que la pesca, mejor el carey tan estimado, tan apreciado.
V
“He preferido hablar con mayor énfasis de lo poco que conozco de mi origen, porque lo demás me resulta soso. Yo pasé parte de mi vida en La República de La Guyana, un tiempo con mi padre, y otro bajo la custodia de Francisca Torrente. A su muerte, me mandaron a México y en Puerto Vallarta he vivido hasta la fecha.
“...Queda para cumplir, pues, mi trabajo; ustedes podrán pensar que lo he inventado.
“HIRAM DERRI
“Guadalajara, Jalisco. Marzo de 1972.
Cuando Hiram terminó de leerlo, escupió con fuerza el piso, se sentó y sin hacer caso de lo que se le dijo, clavó severamente sus ojos, hechos de ajos amargos, sobre el pupitre, y así se quedó hasta la hora de la salida.
Yo pude hurtar su cuaderno para obtener unas copias y formar este epílogo, por si algo se ofrece. Quizá un día tome plagiadas algunas ideas para hacer un cuento.
jueves, 15 de octubre de 2009
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