jueves, 15 de octubre de 2009

CARTA PARA UN AMIGO EN AMÉRICA

La carta que hacia 1936 escribió el único tripulante latinoamericano abordo del desaparecido Great Hawkins; Francisco de Riva Agüero y Sánchez Boquete, directo descendiente del peruano libertador, por cuyas glorias y fantasmales auspicios políticos había forjado un título nobiliario postizo y una fortuna descomunal, nunca llegó a las manos de su confidente destinatario: el oficial mayor encargado de la Hacienda en el Perú: Ramón Cáceres Pardo; el fraternal amigo que por no recibirla, instruyó para Francisco Riva, los más precisos funerales, ya cuando la noticia de la voracidad oceánica; del hundimiento del Great Hawkins, le confirmó para el destino, la falta de cualquier indulgencia, por la falta del amigo ahogado.
Cuando Ramón Cáceres fue envejeciendo, la gran ciruela seca en que su cara se convertía poco a poco, iba imponiendo, entre una piel de por sí blanquecina por algún antepasado europeo, un seño algo estrambótico; sus ojos paulatinamente abandonaban sus órbitas naturales y se concentraban nada más en el puro vacío; las comisuras de su boca jalaban unos labios gestosos, al grado que podía uno pensar que al hablar se le caería completa la quijada de modo irremediable.
Amparado por una cobija quebradiza, era acercado a alguna ventana para que con la insustituible tranquilidad de aquel que recuerda la vida joven, sus desencajados ojos se perdieran en el esfuerzo por querer ver nuevamente a las antiguas calles de su barrio. Él aseguraba que a fuerza de recordar las épocas infantiles que inyectaban su cabeza hasta transformarla en una esfera insulsa; que a fuerza de evocar el pasado, donde se reconstruían orfeones maravillosos que orlaban los juegos de dos niños haciendo de la amistad un término pequeño, había adquirido la facultad de conversar con Francisco de Riva ya una vez muerto. Decía que Francisco de Riva lo visitaba desde su nueva finca debajo del mar, lleno de caracoles; amputaciones, mordiscos y un color repulsivamente morado.
Pudo, según dictado de Francisco de Riva después de ahogado, reescribir aquella carta que seguramente hace mucho tiempo, se disolvió entre la sal del agua.

Es muy posible que se subestimara la información que habría hecho del Great Hawkins, el trasatlántico más funcional y magnífico jamás creado hasta entonces. La palabra demeritada de Price Henri; informante caído en la desgracia de la afición desmedida por el juego y el alcohol, solamente sirvió para formar en torno a la votación del Great Hawkins, una densa niebla combinada de mito y desgracia.
El mayor Traven Hirbing, experimentado marino al servicio de la corte británica, fue escogido como capitán a cargo de lo que hubiera sido el primer viaje completo del Great Hawkins.
Jamás una desgracia fue siquiera semejante; algunos han dado en compararla débilmente con las benévolas ocurridas en Pompeya, Sodoma o Gomorra.
Se guardan todavía, con celo secreto, en el palacio real de Bukinham, ciertos archivos que reportan todos los pormenores de la desgracia, así como la desafortunada lista de los nombres de quienes desaparecieron entre un páramo de agua, baldados de salvación. También se detalla el acucioso desempeño de Price Henri, que de haber sido atendido en el último de sus informes, antes de sofocarse con vino y apuestas, como preludio de su muerte ignominiosa, la conciencia de uno de los únicos 15 sobrevivientes; el capitán Traven Hirbing, no habría tenido obligación alguna de cargar con la muerte de más de 3,000 personas.
La formulación que había concluido la efectividad del barco, su resistencia al peso inaudito, y la aleación metálica impenetrable de su orgullosa coraza, fueron una deshonesta forma de lucro por parte de la empresa española Astilleros Ibéricos; una histórica forma de venganza de Felipe II contra los bárbaros ataques de Sir Francis Drake, Raleigh y Gilbert; incluso del mismo Hawkins, quienes hicieron de la Armada Invencible, hacia el siglo XVII, un cúmulo de barcos frágiles y lastimeros en España. Price Henri lo sabía, siempre lo supo; la misión que le fue encomendada entre personas allegadas al astillero, disfrazado de un paria inglés venido a menos, resultó altamente efectiva, y entre copas, vinos y francachelas, pudo obtener de los directivos españoles esa noticia clave y secreta.
Traven Hirbing recibió después un castigo atenuado y se le envió a una casa de asistencia para debilitados mentales. Seguramente él hubiera preferido que la soberbia por capitanear aquel significó trasatlántico, no le hubiera cegado, en principio, la capacidad para el razonamiento lógico, y después, la cordura y la sensatez: desde el punto de vista a Prince Henri, era evidente la veracidad del sabotaje; el nombre del barco en honor a aquel pirata, cuya osadía produjo tantos beneficios a la Corona Británica, se tradujo en una desvergonzada forma de ofensa malsana y ruin para los españoles; para los directores en la construcción del colosal Great Hawkins.
Tiempo después, ya apocado y tullido, privado de un trato mínimamente humano; agobiado por los calabozos demenciales, y agenciándose, por las constantes faenas de mórbidos ingenios culposos, cualquier suplico figurable, seguramente al capitán Traven Hirbing le hubiera gustado atender, en su momento, al andrajoso Prince Henri, cuando llegó al muelle, poco antes de que la necedad de un capitán ofuscado, le hiciera presenciar la despedida de los privilegiados tripulantes que estrenaron las lujosas instalaciones del Great Hawkins.

Muy entrañable amigo Ramón Cáceres:

Actualmente me encuentro muy jubiloso, pues he conocido en Drover; en el Canal de la Mancha, a la mujer con la que he venido soñando continuamente durante los últimos 6 años. Es exactamente como en mi sueño. Todo sucedió durante mi estancia a orillas del fabuloso canal, cuando se celebraba un evento destinado a despedir a un tal Hayden Taylor; un inglés que intenta cruzar a nado, en el menor tiempo posible, el canal.
Algo lamentable fue ver que iba acompañada: un tipo robusto, con un bigote amplio y torcido, sobre una cara definitivamente imbécil.
Quizá el sentirse en tierra tan lejanas sea la causa de meditar meticulosamente cada acto; sobre todo si éste es producto de un pensamiento arrebatado. Por eso me detuve ante la ocurrencia de correr hacia ella y abrazarla fuertemente.
El Reino Unido, como ya en otras cartas le he dicho, tiene siempre un clima frío, sumergido en una densa neblina. Esta niebla entornaba sus pasos figurando una nube a través de la cual flotaba con cierta elegancia...

En el cielo los tumultos se engrosaban en una sombrilla inmensa, sobre el puerto de varía salir al altivo pirata Hawkins reencarnado en barco, y opacaba los brillos y bruñidos de los ornamentos cromados en el trasatlántico; una gris mañana de enero de 1936.
Soplaba entonces un cierzo agudo que encajaba sus puntas en los rostros de todos. El mar parecía guardar un misterio; un enigma empeñado sólo en hacer notar su existencia.
Sumergidos en gruesas gabardinas, los tripulantes, colmados tras el barandal, desprendían un ardoroso aliento que se congelaba al salir. Cada uno de esos dragones infaustos ignoraba su destino de aliento para un mar con hambre. Cada uno de los acuanautas del Great Hawkins creyó, muy a su modo, que las bendiciones del cielo por fin habían llegado a sus vidas; que el fruto de los esfuerzos entre talleres, labores, factorías, mercaderías y negocios, les había llegado de una manera sobrada. Podía incluso observarse sobre sus cabezas, una refulgente diadema de jovialidad y energía. Cada uno pensó que por fin se hallaba en el ruzafa encantado que cuando niños les prometieron.
En tierra firme, los que quedaron en el muelle, se sentían orgullosos por tener un tío, un nieto, una hermana, un amigo o un abuelo que, gracias a su oneroso despilfarro, pudieron costear el primer flete abordo del flamante barco.
Toda la atmósfera fue en conjunto una combinación de gritos, confeti, risas, serpentinas y algarabía; entre un brumoso asfixio, luchando por abrazar a todos lánguidamente y dejarlos con una extraña sensación de arrepentimiento y vacío cuando, ya en silencio, vieron el último punto del Great Hawkins perderse en el horizonte.

... Disimuladamente he podido conocer su nombre; se llama Consuelo, ¡curioso el asunto!, buenamente a ella no le gusta su nombre; es franca. Nada que tenga que ver con el consuelo tiene relación con ella. Antes bien, debería llamarse Angustia; Sueño; Anhelo, Lejanía, Pájaroquensilenciocanta, Sangre o Tintahechadesangre. Ella es delgadita, y su espalda pide con gritos que sólo yo descifro (o imagino) unos brazos toscos y malogrados como los míos.

Su cuerpo tiene las barrancas de Huascarán, Yerupajá o Chacrarajú; se sumergen en su piel grandes profundidades insondables, que terminan en abruptos alzados desafiantes y gallardos; en irracionales escuadras montañosas, sujetas de la ilógica asidura del viento y el peligro.
No sé de qué modo se las arregla para no reventar su boca cuando la aprieta con tanta fuerza entre sus dientes gruesos; entre sus carbones enblanquecidos con propia luz.
Sus labios están repletos de una especie de sangre dulce y cálida; cubiertos con una membrana apenas perceptible, fraguada de seda y miel. Yo imagino, solamente (por desgracia) que el sabor que tienen es extraordinariamente febril...

Entre otros ambiciosos viajes que se habían proyectado para el Great Hawkins, estaba el del arriesgado paso por Gibraltar, Brunei, y el Mar Mediterráneo; además de la dilatada travesía hasta Bermudas y Malvinas.
La obsesión trastocó inclusive la apreciación respecto a los verdaderos alcances y posibilidades del Great Hawkins, y hubo algunos marinos, comisionados en él, que aseguraban que podía, con algo de cuidado, atravesar hasta el Glen More; una grieta entre acantilados apenas navegable.
La pasión por el Great Hawkins cundió rápidamente por todo el Reino Unido. Pronto, muchas negociaciones asumieron ostentosas el mismo nombre; acondicionaron los restaurantes al estilo náutico; y hubo incluso ofuscados que bautizaron a sus hijos, nacidos en ese tiempo, con el peculiar nombre de Great Hawkins Mc. Helms Johnsons. No daban cuenta, absortos en su frenesí hacia el paladín patrio reencarnado, de la terrible pamplina que les aguardaba, de la tremenda bisutería que flotaba arrogantemente en el puerto inglés.
A pesar de la brunía del padre y del abuelo, la transparencia en la piel de su madre, generacionalmente le imponía en la suya, el embrujador aspecto de un fabuloso ogro europeo. Sus roles se disponían desordenadamente entre el aire librado del mar, como caireles del sol. El único tripulante latinoamericano, dejaba escurrir su cabello entre ese silbido ronco y redentor del viento en las orejas.

Francisco de Riva Agüero y Sánches Boquete, se sumergió entonces en la fantasía de suponer la caída de todas las nubes; grises, moradas y negras de esa mañana en el botadero, en la fastuosa forma de chaparrón espléndido; como cataplasma que liberará de golpe cada tristeza, cada rencor; cada angustia o dolor guardados quién sabe dónde: muy cerca de él.
Pase a esta sórdida pero breve reflexión, Francisco de Riva no apartó, de sus cavilaciones centrales, la idea principal que lo reducía a la forma de un zoquete sin opciones: Consuelo. Eso bueno tenía para él el Reino Unido; esa gran isla gris que habría matado de neblina, inmediatamente, desde su llegada, al prófugo Francisco de Riva; al prófugo de sí mismo, al incansable perseguido de su propia persona. Eso bueno tenía el Reino Unido: la combinación entre lo mundano y mortal; y lo celeste y eterno: la oportunidad de tocar un pedazo de aroma: el exquisito goce de tan sólo verla; de reconocerla en la vaga impresión de haberla besado desde el inicio de todas las cosas, desde su primer encuentro; en una frenética historia de amor que ahora ya era otra cosa, ajena y distante: Consuelo. Se sintió entonces baldío y yermo. Ese pelmazo de los bigotes absurdamente torcidos debería pagar tal fortuna: la de inducirse, todas las noches, entre los labios fríos de una cama que recita los pistilos de una mujer tibia de péndulos; la de abrazarla en las tinieblas, sabiéndola en cada vez, inquietamente distinta: inagotable; la de beber como una profana res, aquel manantial prolijo, ensuciando sus aguas y marchitándola brutalmente; la de terminarse todas sus frescuras.

... A veces su cara refleja el cansancio de portar una boca tan hermosa, tan grande, tan nacida para el beso.
De algún ventajoso modo, le fueron concedidos todos los encantos requeribles. Tiene una cara que mira de reojo, bajo cejas triunfadoras, con pelaje arrebatado de las profundidades de los gatos.
La falta de unos ojos comunes deja en claro que lo que los sustituye, son dos inmensos abismos que giran en espirales hacia adentro, con aguzados astillamientos, puestos de tal modo que permiten un ingreso suave y agradable, pero que impiden, después, cualquier salida posible. Dos aguijones de púas con punta de flecha tiene en lugar de ojos; dos espléndidos aguijones. Su piel no es tal. Estoy seguro. Ninguna excreción tiene. Ninguna maceración expone; ninguna señal que implique la obviedad de ser piel. La duna en donde sus ojos quedan tan armoniosos; como dos bríos concentrados; es resultado seguramente, de una misteriosa amalgama de arena, plantas y canela. Tienen además esta planicie, ciertos adornos lunarescos agregados con admirable exactitud... ése de la boca, amigo Cánceres... ¡Dios, ése de la boca!...

Ante otras extrañas fuerzas daría cuenta el esposo de Consuelo, de la desmeritada vida al lado de la maravillosa flor sevillana que marchitaba diariamente, con una torpe devoción medrosa.
Aproximadamente, a partir de la sexta milla náutica, el mar comenzó a arrugarse. Lo que en principio parecía el chubasco deseado por Francisco de Riva, en sus fantasías, antes de que el barco zarpara, se transformó súbitamente en una proverbial tormenta que hizo efectiva la pretensión de volar que el misterioso mar escondía, cuando todavía en el puerto despedían alegres al Great Hawkins.
Se dio una sórdida confabulación entre el agua y el viento, haciendo indistinguible cualquier cosa puesta a un palmo de nariz. Todo parecía una fantasmagórica alucinación.
Las personas en cubierta, volaban aparatosamente entre aquel torbellino. Hubo quienes con una fuerza descomunal se estrellaban en las paredes metálicas del barco, después de un pavoroso y violento vuelo. Todos los marinos aterrados parecían un conjunto de mequetrefes dispuestos a la resignación de una muerte lo menos vapuleada y salvaje; lo menos brutal y lo más rápida posible. Una triste bazofia parecía el Great Hawkins en medio del iracundo apetito del mar y del viento. Las ondas del océano se levantaban como gigantescos brazos que, con cada esfuerzo, internaban al pequeñísimo Great Hawkins, entre los intestinos de Poseidón, hacia la fúrica casa de Neptuno.
Ante la tempestad, el Great Hawkins, no obstante, empeñaba el valeroso espíritu de aquel bucanero acostumbrado a los malos tratos del mar. Fue el mismísimo pirata Hawkins, traído desde su catacumba, quien mantuvo durante 2 horas de continua lucha, a flote el barco que a sus honras llevaba el nombre. Hawkins, el fantasma, sustituyó hábilmente, pese a la diferencia operativa y tecnológica, al desmayado capitán Traven Hirbing, en las maniobras de resistencia; aunque por desgracia, la puntiaguda astilla de un salitral a medio camino, dentro de una coraza débil y desleal, hicieron de los esfuerzos solitarios del bizarro Hawkins, algo inútil. Finalmente, después de la feroz hecatombe, el enorme barco se convirtió en un silencioso féretro marino.

...Consuelo es grande y habita en mis sueños más importantes; esos que despierto persisten y que con cada recuerdo, llenan el cuerpo rápidamente de un placer algo malo; siniestra y maravillosamente malo. Sueños que habilitan los sentidos y los crispan hasta el borde de todas las agujas imaginables del mundo. Consuelo tiene en su cabeza una forma como de viento; cuando camina, su cuerpo solamente va siguiéndola, para no descubrir su fantástica habilidad de volar. Surca el aire como nave y de velas lleva el pelo, como mantas aterrizadas; como alas quietas; lacio, derretido, se derrama: como la fuente que es, un cabello hecho hilos de trigo; como resina ligera; como si supiera lo que es aquel trato con el fuego, y con el dominio del demonio: un cabello irreverentemente hermoso, Ramón amigo.
Ayer volví a soñar con ella. Sonreía. Yo no tuve mayor remedio que mirarla; mirarla con la intensión de hacerme su ceño, de convertirme en diente, piel, razón, idea o pestaña suya; para lo que de vida quede, vivirla a su lado: inconfundiblemente penetrados. Fundidos. Ayer, sus bocas fueron las mías; sus manos, amputaciones vivas, corrían libres sobre las piedras de mi cara; como pequeñas nubes, que de cuerpo utilizaban justamente el necesario para llegar a un lugar magnífico que ya no recuerdo.
Ahora, nada aparte de evocar inútilmente lo que no ha sido: lo que no es, y saber que para mi tiempo viejo, nunca; ni sus hombros, ni sus brazos, ni su pecho, ni su vientre; productos de orfebrería; serán voz real ni producto de cercanías...

Esa misma mañana, cuando todavía no se levantaba la ira del mar, el capitán Traven Hirbing presumía unos gritos de mandamás, zambullido en un perfecto uniforme; su mirada desafiante y déspota parecía la de un leopardo joven y terregoso, después de una exitosa caza. Pautó el mapa y, aún dudando de los alcances de lo que él consideró “un chubasco sin importancia”, ordenó la dirección trepidante y veloz del Great Hawkins. Inclusive pensó en ese momento, en la “absurda patraña” con la que Prince Henri intentó detener su victorioso primer viaje en el nuevo buque. “Borracho embustero” pensó, después irguió su espalda en un arco que le exponía al timón su pecho englobado, tupido de medallas.

...La fortuna se ensaña con algún tipo de perversión; amigo Cáceres: no he dejado de verla definitivamente; ha tomado también, junto con su esposo, la embarcación con la que pretendo regresar a América. Creo que algo sospecha. Mi atrevimiento en el restaurante del barco, a la hora de la cena, ha dejado en claro mi pretensión: ayer de un modo agradablemente altanero, alcé mi copa en dirección a ella, sobre la espalda de su esposo. Ella se ruborizó y sonrió débilmente. Después, instintivamente bajó la cabeza y miró de reojo el rostro de su esposo, con una actitud de evidente turbación. Esperaba yo una reacción mayor; el obligatorio mando de la enmienda de mis descarados actos cortejantes. Que al voltear el esposo, requiera de mí mayor respeto. Esto esperaba. Y no una cara masticando y sudorosa; impasible, abstracta; una cara que al mirar el origen del trastorno de su esposa, se volteara nuevamente sobre su plato, para seguir comiendo. Esperaba que no desbaratara mi plan: la oportunidad de darle muerte en un duelo, a la usanza tradicional, se convertía poco a poco en un montículo de ideas informes e inasibles. Todos los días espero la oportunidad; la idea de transformar a ese miserable en una morcilla gigante, se me ha vuelto una mórbida obsesión...

La mar estaba incontrolable, rugiendo con implacables estruendos; como provenidos de descomunales grutas universales. Hubo momentos en los que no se distinguió la separación entre el mar y el aire. El agua, entre pequeños espacios de vacío casi ridículo, lo había llenado todo, golpeando cada cosa con desconsiderada violencia.

El fofo esposo que acompañaba a la sevillana Consuelo, salió, entonces, de la puerta 369 de su camarote, y con un falso desplante de arrojo, se dispuso a prestar ayuda de algún tipo. Aturdido, más por su propia estupidez, que por el fardo endemoniado de las ráfagas criminales, lleno de pánico; no bien parado sobre cubierta, intentó regresar al salvo resguardo de su camarote; al rezago de la sevillana Consuelo.
Francisco lo vio. Vio cómo se aterraba por ese pandemónium, vio cómo le escurría por debajo del pantalón una fétida almástiga que redujo la cubierta de un excelente barco, a la forma de un gran retrete deficiente. Vio cómo las vigas, varillas y pedazos enormes de lámina se derrumbaban de todas partes, adquiriendo una fatal conciencia asesina en su capacidad de volar vertiginosamente entre la tormenta. Vio también cómo una larga lanza, que en otro momento fue pasamanos, quizá guiada por algún perverso poder telepático, perseguía desesperadamente la espalda de ése que huía espantado a la seguridad de su camarote. Vio cómo lo alcanzó. Cómo una delgada saeta, repentinamente, dejó los ojos del esposo de la sevillana Consuelo, completamente abiertos; llenos de terror y dolor. Un agudo lamento, del todo imperceptible, anunció fútilmente a ese plañidero amilanado.
Fue entonces cuando el huracán natural se detuvo.
Durante breves instantes cesó irracional y milagrosamente. Francisco de Riva aprovechó ese momento de conmoción, y bajando la escalinata que conducía hacia los dormitorios, se dirigió con decisión al camarote de Consuelo. Abrió lentamente la puerta y escuchó una trémula voz:

-¿Quién es?...

Francisco de Riva no respondió. Avanzó sigilosamente entre lo que a él le pareció un conjunto de brillantes y zafiros volando entre los objetos; como si todo, antes de hacerlo de veras, se llenara enteramente de agua y ellos fueran dos afortunados peces. Todo convergió hacia el centro de sus bocas. Ahí el ósculo perfecto, en medio de una estancia lívida; mezclada de penumbra y luz.

Un nuevo ciclón, ahora surgido desde el camarote 639, además de un estrepitoso golpe en la proa, en ese momento terminaron de manera definitiva con la inhóspita y efímera gloria del Great Hawkins.
Lo último en sumergiese fue el pabellón calado del Reino Unido en la punta del asta.
Al día siguiente, la superficie del mar, satisfecha exponía una inocencia impecable, debajo de los rayos calientes de un sol candoroso y tranquilo. El océano era una versátil capa brillante en el filo de su llano blando e inquieto, que se convertía, poco más abajo, en una suave tela de terciopelo azul, que hacía sólo suponer, con algo de vaguedad, que todo lo pasado la mañana anterior, había sido una calumniosa mentira.
Dentro de las profundidades, en tanto, yacen dentro de los vestigios de un barco, en el más hermoso osario, dos esqueletos soldados el uno al otro, haciendo así, otro ser con distinta vida.
Ahora, cuando nada fuera de la leyenda y los archivos en Bukinham, se hace materia presente; en el último cajón de un interminable pasillo repleto de registros, dentro del Palacio Real de Bukinham; entre los informes rendidos por Prince Henri; la lista que reporta los muertos por el hundimiento del Great Hawkins, rebulle suavemente. Los hombres de Consuelo Araujo y Francisco de Riva Agüero y Sánchez Boquete, van disolviéndose cada año, en el mes de enero, de una manera misteriosa.

. . . Espero verle pronto, amigo Cáceres, se despide de usted, su camarada.

Francisco de Riva Agüero y Sánchez Boquete.
Enero de 1936.

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