…Llegaban parvadas de tordos hasta las flores insertas entre un verdor de plantas en cascada detenida desde un pequeño tiesto de mimbre puesto, casi adrede como para olvidarlo, en el alféizar de la ventana. El patio entonces se llenaba de la algarabía de los piares que limpiaban el aire. Las paredes parecían llenas de color, de movimiento. Los orificios de los ladrillos rasos se cubrían, y ninguna de las aves se apartaba por el paso de los inquilinos.
Eso no importaba.
Sobre el dintel de la ventana, por cortina un hilacho amarillento y ralo hacía de lengua, y se agitaba de aire en azotes enérgicos hacia adentro; parlamentaba latigazos de punta y alboroto de algunas aves más osadas que a veces traspasaban el umbral. La magnífica ventana era un ojo que guardaba una casa como alma, y que hacia afuera veía el patio de mosaicos remendados, confeti entre grava y rojos, cemento y grises con pulimentos viejos y reacios, sacados a pulso y sombra. Perseverantes helechos. Macetones de barro y otros menores de lámina de botes. El pasillo para la trasnoche era tanto más largo cuanto más cansaba el peso turbulento del gran pellejo que resultaba del peculio infructuoso de noches densas de colillas, vasos, fichas y luces artificiales; cuando se hacía de polvo el aire y los pasos, apenas desprendidos en el andar, se encontraban con los que llevan hacia las insospechadas formas de lo peor, poco antes de quedar unidos al suelo para siempre,
En otros días, ya hundidos bajo la cuenta de muchos otros, el sol tenía casa en ese pasillo que feliz remataba corona en la primorosa madera perforada por polillas de principio de siglo, y que tenía al flanco la ventana donde el tiesto obraba hospitalario sus muchas plumas. Porque en esos días era cuando venían los tordos atraídos por los cuadritos de vidrio de colores, por el dosel hablando fusta amarilla, por el aire que entraba a la casa y por el arroyo de verdura y flor que pendía de la maceta, aquella puesta al quicio de la ventana, casi con olvido: eso no importaba.
Esta forma de comentario que la ventana usaba para sosiego del espíritu que había guardado, también se aplicó por única vez hacia fuera, pero no del mismo modo. Lo hizo con otro lenguaje. Sus letras se hicieron trancas pesadas que dijeron del sueño interino, de las enormes moscas verdes en busca de alimento entre candiles de imitación y carpetas de encajes sobre los muebles viejos, del increíble estatismo de todo eso, de las sonrisas agrias de Manolete y el Cordobés cercadas por los marcos colgados de las paredes, junto a La Virgen de Guadalupe. Esas letras hechas barro luego, algo dijeron acerca de todo el silencio del piano vertical y gran tesoro, de la naftalina cuajada con bocanadas espesas de olor a muerto.
Hacía poco más o menos tres días que la puerta del ocho no se abría, que las esquinas de sus travesaños se habían dejado tapiar por la labor de las arañas.
Eso no importaba.
Lo que importaba no tenía modo de ser conocido por Alfredo, el Famosito Alfredo, cuando menos para que hiciera lo necesario; para que Estela, Ángel y Alfredito lloraran; para que pensaran que había sido lo mejor; que ahora, cuando menos descansaría.
La emisora de la radio estaba en la hora de las complacencias y Genoveva lamentó no poder llamar por teléfono, pedir “El triste” con José José, y saludar a Memo, el de la barra, que había sido tan bueno con ella; a Gloria y a Paquito su ahijado. Genoveva, de bruces sobre el remolino de su colcha, el torbellino permanente que ponía a circular con afán a las paredes del cuarto; ella ahí, dando vueltas al centro de la pieza, siendo el eje estático de una recámara veloz; bocabajo, mugiendo quedito, sin poder quejarse, lamentando que en la radio tuvieran las complacencias y no pusieran “El triste”; que de pronto tuviera la certeza inexplicable de que el aparato receptor comenzara a crecer; que cada cosa de la sala lo hiciera también: la cajita de música, el cenicero, una cucaracha, los candelabros. La voz del locutor salía de la bocina como una gran pértiga que luego era vencida por su propio peso; un espumar de ecos y voces rebotando gravedades y disonancias de pared a pared: un derretirse humano y pesado: Fa, fa, fa, fa, mi, mi, mi, mi, lia, lia, lia, lia, lia. Un acecho impostergable habitaba la casa del número ocho, obligando el calce de pesos en centrífuga fuerza y el uso irremediable de escarlatas en la lengua. La voz magnética suplantaba al aire: Sa, sa, sa, sa,sa, sa, sa, lu, lu, lu lu, dos, dos, dos, dos, dos, dos, dos...
Genoveva podía escuchar el crepitar de la inmensa cucaracha invasora, la viscosidad resbalando por su caparazón, el aparatoso estruendo de cada pisada que imponía sobre las cosas y que llegaba desde la sala. Un siseo, una serpiente aguda se deslizó de pronto por todas partes: por debajo de la puerta, a través de la ventana, por la azotea, desde el patio... por todas partes. Genoveva no terminó su pensamiento, pero hubiera querido decir que adivinaba la índole femenina de la sierpe, que era otra vez la primorosa hija de la del seis. Esa certeza le habría hecho saber que ya eran las 7:00 y que pronto llegaría Ramiro; aquel joven panadero que la hija de la del seis esperaba a diario para platicar, con quien sucumbía en la sombra del rincón del patio, y para quien componía invariablemente, mientras se bañaba, sus policromadas víboras sin manzanas que escurrían hasta la casa de Genoveva disfrazadas de canto. Tampoco eso la hizo levantarse. No pudo correr a la azotea, como lo hacia cada ocasión que la muchacha se bañaba, para asomarse al calidoscopio de tragaluz roto, de algodón, de fricción y jabón, de pendular y espuma, de vello turbio y de pechos, del nacimiento de víboras pintadas de pecado, hechas canción: “…Somos novios...nos queremos... procuramos el momento más oscuro…”
El acostumbrado prendedor rojo que Genoveva usaba a guisa de moño había quedado varado por encallar en puerto anegado de arena. Ya no bogaba su pequeño bajel colorado entre los arrecifes de su cabello. Había zozobrado entre sus aguas antes tan bravas, cuyo marear ahora ignoraba la propia Genoveva, igual que el asunto de los tordos. Ella ponía cada noche su moñito rojo sobre su cabeza, prendiéndolo entonces con libertad, pues arrumbaba nocturno con dirección de estrellas.
Genoveva no tuvo frecuencia de soles, huía de su fuerza con la fobia fabulosa de monstruos hematófagos, y si acaso tuvo los días luminosos, después los tantos alcoholes de muchos nombres y las cuantiosas cunas de resacas le habían perdido esa memoria. Ya luego sólo vivía en la noctambulancia estricta, labor de tarifas y de noche, sueño diurno. Y cuando la luz escapaba de tapias y cortinas, como siendo párvulas sus manos, las llevaba medrosas hasta la piel quieta de Genoveva resoplante: inútil despertarla.
Ella, durmiendo de día, soñaba con su cuerpo hecho palmera y con su taconeo en el estrado, su nombre completo en la marquesina iluminada con luz neón. Durante las noches, ella: la peor. Vieja, arrugada, gorda, se arrinconaba y se cubría bajo penumbras y vasos. Sólo alguno viejo, sólo aquél muy borracho la haría salir del umbrío. Antes, todo tan distinto…
Un codo sobre la mesa y la mano apoyando la barbilla: el saloncito húmedo entonces iba agregando luces a sus techos conforme Genoveva entrecerraba los ojos y los dejaba en el fuero del pretérito. Gradualmente la gente se multiplicaba, al calvo le surgía nuevo pelo, el encorvado erguía la espalda, las canas se teñían, las pieles se estiraban, las paredes cedían espacio; un mar de pedrería, trajes y sombreros, fiesta y algarabía, todo sumido en matices desde el negro hasta el blanco, a su modo refulgiendo en ese mundo bicolor. En Genoveva se reivindicaba la fuerza pródiga de las piernas, del dorso vigoroso que inflamaba de aire el pecho, su pelo nuevo, su sonrisa. Poco a poco, sintió las ropas más amplias. En las paredes se levantaban prodigiosos tapetes de filigrana persa, algunos dibujos obscenos de oriente, y estatuillas adosadas sobre repisas con las más inauditas formas humanas. A la alfombra le brotaba nueva felpa y las sillas se reforzaban. El aire fue infectándose de ese peculiar perfume, de zapato de boleo reciente, y de sastrería de cuarto pelo.
Entonces al salón entraba inmerso en abundancias de casimir chicano y lustres de leontina, un perfumado joven de tirantes blancos. Su bigote era apenas una breve línea junto al labio. Alzaba con meticuloso cuidado la diestra encigarrada y despacio salía la nube de entre sus fosas. En este momento la imagen se congela. Primero un perfil, perfecto. Luego lentamente gira y no es su rostro sino el antro entero lo que vira; el frente, luego el otro perfil. Con un chasquido de sus dedos la imagen toda cobra movimiento de nuevo. Luego el tipo alisaba su cabello, estiraba las solapas del traje y de pronto ya estaba brindando con la Veva: la más hermosa. No había que decir la edad; la una y el otro lo sabían, pero con artilugio de charada cifrado en el brindis de cada una de las catorce copas que entrambos se tomaron, la una insinuaba los años que el otro adivinaba: fue entonces cuando Alfredo cobijó nobles intenciones de pastor suponiendo oportuna y buena hora. <
Entre lascivos aplausos, entre la música y la orquesta, la cara de un Alfredo merodeante e intangible se escurría desde un “antes” proscrito, hasta el “ya” de incisivo y llanto. Venía el Famosito en carro de convocatoria memorial desde un cabello lustroso y negro azabache, hasta el cano del mal olor; desde el recio traje sobre musculatura, hasta la blanda camiseta agujerada; desde ser terso de navaja siempre nueva, hasta los tres o cuatro días de ser barba erizando pellejo ajado. La visión no era sino una ceremonia de rostros que repetía la metamorfosis cada noche. Cada nueva noche El Famosito Alfredo rejuvenecía desde su destierro, desde aquel puerto inalcanzable donde ahora vivía. Y después, cada noche también le volvían sus canas, sus gritos, sus golpes... su endiablado golpe de mazo.
Era el mismo Alfredo que ahora, ese ahora, brindaba silenciosamente calculando la edad en los pechos y los muslos de la mujer a quien salvaría de la perdición, sujeto de imágenes alternadas con hospitales, con fuertes dolores, con maquillaje copioso en torno al ojo obstruido. Una conmoción, un desmayo y de pronto Alfredo bailando Nereidas como ningún otro, su sonrisa de incisivo dorado, una caricia y el sudor con él entre sábanas. Una bofetada y otra vez quien parecía ser otro Alfredo, tras ella, con el bate de béisbol, mientras otro Alfredo se multiplicaba por la vecindad, en cada cuarto. En cada lugar había uno. En la azotea, con la crianza de palomas, un Alfredo le sonreía con el cabello escurriendo sudor y Vetiver. Otro en la sala, leyendo periódicos de semanas atrás. Otro en la recámara roncando, abrazando dormido a la rubia impresionante la madrugada en que la nostalgia cambió el parecer en Genoveva y decidió no hacer la gira a la capital. Cuando prefirió regresar con los niños para poder quedarse con su Alfredo. Con ese Alfredo que interminablemente le gritaba, aquél que la arrojaba de la casa y salía en calzoncillos a alcanzar a la güera que cada vez, con cada recuerdo, se tornaba más hermosa y enorme.
Enfundado en cortes de sastre prodigioso, Alfredo siempre llagaba fumando al saloncito. Luego, aún cerca de la puerta se apoyaba en un solo pie para lustrar el charol del zapato a dos colores con la tela del pantalón que cubría la pantorrilla. Cuando vio a Genoveva se acercó de lado, como predador. En seguida le preguntó sin mirarla, si le resultaría molesto que él se sentase junto a ella. Genoveva abrió los ojos sin regatear, y le dijo su verdadero nombre cuando él se lo preguntó.
A veces al saloncito, cantera y venero de pensamientos, confusión de fechas, lugar de repeticiones donde las cosas no sucedían una sola vez, le surgían también videncias anárquicas y absurdas. Genoveva, escondida entre las sombras, alguna ocasión advirtió en el techo la prolongación infeliz y descarada de ciertos rieles y carruchas de donde colgaban pingajos ensangrentados que a ratos se transformaban en su propio cuerpo. Algunos eran cabezas inmensas escurriendo sangre. Las caras de Alfredo en el cuerpo desnudo de la rubia inmortal, cuerpos en traje varonil con la cabeza de la misma mujer. Todos colgados de los ganchos y ambulando por el salón sin ser percibidos por nadie, excepto por Genoveva.
Se realizó una ceremonia modesta. El sacerdote, malencarado y de reconocido mal humor, cometió muchas omisiones al oficiar y los casó como si hacerlo pesara en su voluntad. No hubo tumultos. No hubo arreglos, ni abrazos, ni arroz. Lo hicieron a escondidas. <
El acostumbrado silencio en que ya se había convertido el tumultuoso piar del patio, fue suplantado por un intenso murmullo que se elevaba del suelo siniestramente. Personas curiosas, vecinos, reporteros, Ramiro y la muchacha del seis, niños que decían sin tiento ni menoscabo lo que los grandes callaban de su espectar ansioso y pudibundo. Hubo necesidad de brincarse hacia dentro a través de la ventana, y la torpeza de aquél que lo hizo dificultó las cosas. Con la punta del pie empujó la maceta de mimbre que cayó lentamente desde el quicio, recorriendo una enorme distancia que se repetía en cada tramo hasta parecer que varías macetas eran las que caían hasta el suelo, mientras silbaba al aire que partía múltiple. Todos guardaron la respiración y cesaron de moverse. Extrañamente esa pérdida les significó a todos una catástrofe que hacía víspera de la peor calamidad. Cuando por fin terminó de caer el tiesto y hubo quedado en el piso sólo un montón de tierra entre la osamenta de mimbre y la mutilada cascada, las cosas volvieron a brillar y la gente respiró y se movió nuevamente. Volvieron entonces el murmullo y la agitación.
Se supo que Genoveva llevaba tres días ahí dentro. Tres días endureciendo sus brazos y piernas, inflamando su abdomen, sumiendo para siempre sus ojos opacos y haciendo con un olor que nunca tuvo, las trancas pesadas que dirían del sueño interino, la voz para que la ventana denunciara su estar seco y tieso, el enjambre tenaz de las enormes moscas verdes, el asedio de las cucarachas, la radio encendida, el frasquito de medicina vacío en su mano de tabla, la forma de alivio que tenía su muerte. Tres días antes, un tordo triste que jamás entró por la ventana había salido para siempre a través de ella.
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