El Profesor Martínez era muy puntual. Siempre entraba al salón a la hora exacta, no bien los alumnos se habían desperezado y comenzado entre ellos la conversación previa a las clases con la que se busca vencer a la modorra y al bostezo. Pero esta prodigiosa cualidad en el maestro no era por otra causa que por el placer inmenso que a su vanidad le retribuía comprobar, a cada instante, el resultado de sus precisos cálculos. En el fondo era más bien algo holgazán y moroso en todos sus movimientos: debería haber exactamente 69 minutos entre el momento en que el despertador sonaba y el segundo en que cerraba tras de sí la puerta de su casa para encaminarse con rumbo a la escuela, repartidos estos de la siguiente manera: 6 para permanecer acostado y resignarse a la provocación de otro día; 15 para defecar las piedras de su ingrato intestino y, simultáneamente, leer el periódico del domingo sobre la taza sanitaria; 20 para las estentóreas locuciones y cantos destemplados durante su baño con agua helada; 18 para vestirse y 10 para prepararse su licuado de chocolate y huevos.
Con execrable repudio, los alumnos se lamentaban cuando desde la ventana del salón que proyectaba el panorama del estacionamiento para profesores, alguno veía llegar el Volkswagen 68 del Profesor Martínez y entonces el vigía gritaba: “¡Ahí viene Chicharelo!”. Había sido muy mala idea –lo supo apenas terminó el ejemplo— sustituir las abstracciones de los números elevados a potencias, por la consistencia graciosa de los chícharos, todo con el propósito de que los muchachos entendieran mejor: que si este chícharo, que si multiplicados dos chícharos por otros dos, que si tres chícharos al cubo... ¡atroz! Eso había ocurrido hacía 26 años y todavía, sobre su espalda, se le veía cargar las inmensurables proporciones de un gigantesco chícharo, verde y brillante. Esa era la inobjetable razón por la cual caminaba ya tan lentamente, con un dorso arqueado y el gesto atribulado de cansancio.
Terminadas las cátedras, se recluía en su casa. Se escondía temeroso, casi con el presentimiento de algún colosal infortunio sobre él, y no volvía a salir si no le era absolutamente indispensable.
El Profesor Martínez conservaba un jubiloso y secreto orgullo de kadi. Pudo entregar, en alguna ocasión, a cada uno de los mercaderes que lo consultaron, el producto de sus réditos en cantidades salomónicas luego de que, agobiados y ofendidos, se presentaron ante él clamando equidad. Entonces se retiró a su aposento a meditar, mientras ambos mercaderes esperaban en el solio, vigilados por la guardia del walí, para impedir que sus majaderías se convirtieran en más golpes del uno para el otro, por la evolución del furor propio de quien cree ser asistido por la razón en padecimiento de injusticia.
"Dos capitales iguales se colocan al 8% y al 10% respectivamente. Calcular los capitales sabiendo que el colocado al 10% produce $ 1,600 más que el colocado al 8%.
Permaneció durante 10 minutos encerrado y finalmente salió con aire ufano para remediar la pendencia.
Entregó a ambos mercaderes las cantidades que les correspondían, y éstos se retiraron, caminando sin mostrar las espaldas e inclinándose repetidas veces, no sin antes haber recibido el castigo de azotes y habérseles confiscado a cada uno la cantidad suficiente para saldar el pago de los destrozos que su pelea en el zoco había provocado.
Sin embargo no era esta hazaña, pese a la arrogancia que le permitió el resultado, la que más lo engreía. No había para él acertijo invadeable, incógnita inasequible, invencible quimera ni misterio insoluto. Su petulancia vocinglera desafiaba cualquier enigma; podía descubrir la edad de Carlos en los 4/5 de la edad de Manuel, con la simple noticia que dentro de 5 años la edad de Carlos sería los 6/5 de la de Manuel; cual nigromante, deducía las dimensiones de un terreno rectangular de 848 metros de perímetro, con sólo saber que la altura era la tercera parte de la base; sabía calcular dos ángulos complementarios que difirieran en 12 grados, y hasta predecir el tiempo necesario para concluir la reconstrucción de la magnífica catedral de Notre Dame, tras la monstruosa devastación que provocaron hordas de hinchas luteranos en el recinto, si para la labor se habían empleado únicamente dos obreros, de los cuales el primero habían calculado finalizar en 18 días y el otro en 24, para el caso de tramar sus jornadas por sí solos.
En un lejano poblado del sur de Francia, un tren enjaezado con parquedad pero sin llegar a ser austero, hacía el año 1936 salía de la terminal ferroviaria donde había hecho breve escala. Las nubes, en ese momento, juntaron sus brazos negros como indicio nostálgico de alguna vaga desgracia.
Los pasajeros impacientes, debido a un extenso retraso, ya habían esperado algunos minutos en el andén, con los pañuelos ya enlagrimados, las cartas de recomendación en los bolsillos de los trajes, los abrazos y despidos dados y en sus caras un incómodo gesto de espera; suspirando y repitiendo en murmullo: “...así es“, ”...pues sí”, salpicando con: “cuídates” y “escríbemes”. Así que 10 minutos antes de que el tren iniciara su marcha, los pasajeros ya estaban en sus asientos, tamborileando impacientemente con los dedos sobre sus bolsos y mirando a través de las ventanillas las basuras en el viento de una estación desierta: “¡vaaaamoonooos!”, gritó finalmente el garrotero, agitando una campanilla con la diestra y colgando el cuerpo hacía fuera de la máquina, sujetado del pasamanos con la izquierda.
Se ignoraba la distancia exacta en que el próximo poblado se encontraba, por lo que hubo varios que, suponiendo una larga trayectoria, intentaron dormir acurrucándose desvergonzadamente sobre el hombro de la señorita emperifollada quien por timidez, sólo levantaba los ojos y refunfuñaba.
“No habrá problema”, pensaba el profesor Martínez. “Es cosa de todos los días, mayores y más complicados he resuelto”.
Abajo de los pasillos y corredores, apenas arriba de las vías, rozándolas peligrosamente, un polizonte se vanagloriaba de su logro, dándole un trago generoso a la botella de vino; luego eructaba y secaba sus labios con la manga de la chaqueta tan raída cuanto maloliente.
Transcurridos 30 minutos, el garrotero comenzó a revisar el boletaje a cada pasajero, con el anhelo de encontrar a aquél que no lo tuviera para poder desahogar sus ansias y dar gusto al deseo reprimido de dar los puntapiés y empujones que a su abundantísima esposa no podía. Al llegar aproximadamente a la mitad del convoy, se detuvo injustificadamente con el propósito ficticio de revisar las localidades enumeradas en su guía, cuando la verdadera intención era atisbar, sobre la orilla de sus hojas, las generosas redondeces que un escote lánguido exponía en una señora que inocentemente leía el periódico. La mirada lúbrica del garrotero adquirió la forma de una invisible mano: apretaba y acariciaba lujuriosamente, mientras sus ojos se invertían hasta quedar en blanco. “¿Sí?”, dijo la Señora. “¿Sí?”, tuvo que repetir al hombre que se estremecía sin escuchar, “¿Se le ofrece algo?”, le dijo. “¿Eh?... Sí, es decir, sí, su boleto madame”, contestó zozobrando. “Ya se lo entregué”, le respondió la señora, exageradamente molesta, mientras se cubría el pecho.
“Vamos a ver”, decía el profesor Martínez mientras se acomodaba los lentejuelos bifocales y levantaba la cabeza para enfocar el texto:
"Un tren parte de una población con una velocidad uniforme de 45 km/h; tres horas después sale otro tren por la misma vía, a 75 km/h.
El ferrocarril era de primera clase, por lo que en los pasillos podía verse la pasarela con la última moda en diseños de la capital, y en el comedor, los grandes gordos acariciaban su leontina en tanto fumaban afectadamente sus puros.
Cuando llegó la nocturnidad, con grandes esfuerzos el polizonte se encaramó hasta el vestíbulo.
Luego dio el trago final a la botella para aventarla enseguida fuera del tren. Adoptó un semblante fingido de sobriedad –curiosa borrachera— y entró a los dormitorios. Silenciosamente abría cada cortina para ver el sueño en el cuerpo expuesto y libido de las doncellas. Él lo sabía: las habría arrebatadas que durante el sueño se descubrieran los pechos, ya por el calor que arreciaba o por el ardor de esos sueños que abrazan y abrasan; o aquellas que dormidas dijeran las palabras fulgurosas que hacían falta en la pasión malquerida del polizonte.
"...Calcular el tiempo que tarda el segundo tren en alcanzar al primero y la distancia a que se encuentra el punto de partida.
“Eso es muy sencillo”, pensó el profesor Martínez. Le sacó punta a su lápiz, lo humedeció con saliva y después se volcó sobre el escritorio.
Para aprovechar la ocasión, el polizonte hurgó en los equipajes más suntuosos y llamativos, mientras los pasajeros se entregaban, en el sueño, a los placeres más irrefrenables.
Ya cuando regresaba al vestíbulo para luego llegar a las entrerruedas, pudo ser visto por un insomne, con el botín a cuestas, en cuyo fardo fue reconocida la trama colorida de un pijama hurtada. Cuando el abultado pasajero del camisón a rayas lo sorprendió, al instante comenzó a gritar: “¡Un ladrón!... ¡agárrenlo!, un ladrón a bordo... ¡atrápenlo que se escapa con mi pijama!”.
“Veamos: El segundo tren tarda X horas en alcanzar al primero, recorre 75Xkm.
"En el momento del cruce hace X+3 horas que salió el primer tren del punto de partida, ha recorrido 45(X+3)km. y en ese punto ambos trenes están a la misma distancia del punto de partida, 75X=45(X+3)75X=45X+135; 30X=135, X 130/30, X=4 ½ h.
Con grandes alaridos el hombre delator despertó a casi todos los viajeros que iracundos protestaban por el alboroto. Pero entonces, una alharaca más escandalosa promovida por el garrotero que desde el frente de la locomotora corría entre los pasillos dando graves baladros histéricos y arrancándose las ropas, completamente fuera de sí, terminó por despertar a los pasajeros restantes, quienes salían de sus camarotes absortos y conmocionados.
Pronto, se olvidó al ladronzuelo y todos se arremolinaron trepándose unos sobre otros por querer salir. “¡Rápido –se le oía decir al garrotero— salgan del tren!”. Pedía, además, que no perdieran el tiempo tomando sus pertenencias y que brincaran al campo a través de los vestíbulos. La muchedumbre se obstruía el paso entre sí en las puertas, puesto que todos querían salir a la vez.
Las señoras arañaban las caras a los señores; los más delgados escalaban la montaña de brazos y piernas sólo para encontrar también tapiados de carne los espacios altos de las puertas, y no faltó algún licencioso que aprovechando el disturbio, acariciara furtivamente los senos de las señoritas.
"Ahí está: el segundo tren tarda 4 ½ horas en alcanzar al primero. Otro enigma universal ha sido resuelto. En el momento del cruce están a 75 X 4 ½ km. del punto de partida.
Y remataba el profesor Martínez agregando en la hoja cuadriculada:
"COMPROBACIÓN:
45 (4.5 + 3 ) = 45 X 7.5 = 337.5
Un escalofriante silbido doble se aunó a la gritería dentro del tren, haciéndose una sola hoz que arruinaba una magnífica noche estrellada, y la rasgaba brutalmente.
El resultado del profesor Martínez fue erróneo. Parecía ser la primera vez que se equivocaba respecto a un cálculo. Nunca se enteró que los trenes iban en sentidos opuestos.
miércoles, 28 de octubre de 2009
jueves, 15 de octubre de 2009
CARTA PARA UN AMIGO EN AMÉRICA
La carta que hacia 1936 escribió el único tripulante latinoamericano abordo del desaparecido Great Hawkins; Francisco de Riva Agüero y Sánchez Boquete, directo descendiente del peruano libertador, por cuyas glorias y fantasmales auspicios políticos había forjado un título nobiliario postizo y una fortuna descomunal, nunca llegó a las manos de su confidente destinatario: el oficial mayor encargado de la Hacienda en el Perú: Ramón Cáceres Pardo; el fraternal amigo que por no recibirla, instruyó para Francisco Riva, los más precisos funerales, ya cuando la noticia de la voracidad oceánica; del hundimiento del Great Hawkins, le confirmó para el destino, la falta de cualquier indulgencia, por la falta del amigo ahogado.
Cuando Ramón Cáceres fue envejeciendo, la gran ciruela seca en que su cara se convertía poco a poco, iba imponiendo, entre una piel de por sí blanquecina por algún antepasado europeo, un seño algo estrambótico; sus ojos paulatinamente abandonaban sus órbitas naturales y se concentraban nada más en el puro vacío; las comisuras de su boca jalaban unos labios gestosos, al grado que podía uno pensar que al hablar se le caería completa la quijada de modo irremediable.
Amparado por una cobija quebradiza, era acercado a alguna ventana para que con la insustituible tranquilidad de aquel que recuerda la vida joven, sus desencajados ojos se perdieran en el esfuerzo por querer ver nuevamente a las antiguas calles de su barrio. Él aseguraba que a fuerza de recordar las épocas infantiles que inyectaban su cabeza hasta transformarla en una esfera insulsa; que a fuerza de evocar el pasado, donde se reconstruían orfeones maravillosos que orlaban los juegos de dos niños haciendo de la amistad un término pequeño, había adquirido la facultad de conversar con Francisco de Riva ya una vez muerto. Decía que Francisco de Riva lo visitaba desde su nueva finca debajo del mar, lleno de caracoles; amputaciones, mordiscos y un color repulsivamente morado.
Pudo, según dictado de Francisco de Riva después de ahogado, reescribir aquella carta que seguramente hace mucho tiempo, se disolvió entre la sal del agua.
Es muy posible que se subestimara la información que habría hecho del Great Hawkins, el trasatlántico más funcional y magnífico jamás creado hasta entonces. La palabra demeritada de Price Henri; informante caído en la desgracia de la afición desmedida por el juego y el alcohol, solamente sirvió para formar en torno a la votación del Great Hawkins, una densa niebla combinada de mito y desgracia.
El mayor Traven Hirbing, experimentado marino al servicio de la corte británica, fue escogido como capitán a cargo de lo que hubiera sido el primer viaje completo del Great Hawkins.
Jamás una desgracia fue siquiera semejante; algunos han dado en compararla débilmente con las benévolas ocurridas en Pompeya, Sodoma o Gomorra.
Se guardan todavía, con celo secreto, en el palacio real de Bukinham, ciertos archivos que reportan todos los pormenores de la desgracia, así como la desafortunada lista de los nombres de quienes desaparecieron entre un páramo de agua, baldados de salvación. También se detalla el acucioso desempeño de Price Henri, que de haber sido atendido en el último de sus informes, antes de sofocarse con vino y apuestas, como preludio de su muerte ignominiosa, la conciencia de uno de los únicos 15 sobrevivientes; el capitán Traven Hirbing, no habría tenido obligación alguna de cargar con la muerte de más de 3,000 personas.
La formulación que había concluido la efectividad del barco, su resistencia al peso inaudito, y la aleación metálica impenetrable de su orgullosa coraza, fueron una deshonesta forma de lucro por parte de la empresa española Astilleros Ibéricos; una histórica forma de venganza de Felipe II contra los bárbaros ataques de Sir Francis Drake, Raleigh y Gilbert; incluso del mismo Hawkins, quienes hicieron de la Armada Invencible, hacia el siglo XVII, un cúmulo de barcos frágiles y lastimeros en España. Price Henri lo sabía, siempre lo supo; la misión que le fue encomendada entre personas allegadas al astillero, disfrazado de un paria inglés venido a menos, resultó altamente efectiva, y entre copas, vinos y francachelas, pudo obtener de los directivos españoles esa noticia clave y secreta.
Traven Hirbing recibió después un castigo atenuado y se le envió a una casa de asistencia para debilitados mentales. Seguramente él hubiera preferido que la soberbia por capitanear aquel significó trasatlántico, no le hubiera cegado, en principio, la capacidad para el razonamiento lógico, y después, la cordura y la sensatez: desde el punto de vista a Prince Henri, era evidente la veracidad del sabotaje; el nombre del barco en honor a aquel pirata, cuya osadía produjo tantos beneficios a la Corona Británica, se tradujo en una desvergonzada forma de ofensa malsana y ruin para los españoles; para los directores en la construcción del colosal Great Hawkins.
Tiempo después, ya apocado y tullido, privado de un trato mínimamente humano; agobiado por los calabozos demenciales, y agenciándose, por las constantes faenas de mórbidos ingenios culposos, cualquier suplico figurable, seguramente al capitán Traven Hirbing le hubiera gustado atender, en su momento, al andrajoso Prince Henri, cuando llegó al muelle, poco antes de que la necedad de un capitán ofuscado, le hiciera presenciar la despedida de los privilegiados tripulantes que estrenaron las lujosas instalaciones del Great Hawkins.
Muy entrañable amigo Ramón Cáceres:
Actualmente me encuentro muy jubiloso, pues he conocido en Drover; en el Canal de la Mancha, a la mujer con la que he venido soñando continuamente durante los últimos 6 años. Es exactamente como en mi sueño. Todo sucedió durante mi estancia a orillas del fabuloso canal, cuando se celebraba un evento destinado a despedir a un tal Hayden Taylor; un inglés que intenta cruzar a nado, en el menor tiempo posible, el canal.
Algo lamentable fue ver que iba acompañada: un tipo robusto, con un bigote amplio y torcido, sobre una cara definitivamente imbécil.
Quizá el sentirse en tierra tan lejanas sea la causa de meditar meticulosamente cada acto; sobre todo si éste es producto de un pensamiento arrebatado. Por eso me detuve ante la ocurrencia de correr hacia ella y abrazarla fuertemente.
El Reino Unido, como ya en otras cartas le he dicho, tiene siempre un clima frío, sumergido en una densa neblina. Esta niebla entornaba sus pasos figurando una nube a través de la cual flotaba con cierta elegancia...
En el cielo los tumultos se engrosaban en una sombrilla inmensa, sobre el puerto de varía salir al altivo pirata Hawkins reencarnado en barco, y opacaba los brillos y bruñidos de los ornamentos cromados en el trasatlántico; una gris mañana de enero de 1936.
Soplaba entonces un cierzo agudo que encajaba sus puntas en los rostros de todos. El mar parecía guardar un misterio; un enigma empeñado sólo en hacer notar su existencia.
Sumergidos en gruesas gabardinas, los tripulantes, colmados tras el barandal, desprendían un ardoroso aliento que se congelaba al salir. Cada uno de esos dragones infaustos ignoraba su destino de aliento para un mar con hambre. Cada uno de los acuanautas del Great Hawkins creyó, muy a su modo, que las bendiciones del cielo por fin habían llegado a sus vidas; que el fruto de los esfuerzos entre talleres, labores, factorías, mercaderías y negocios, les había llegado de una manera sobrada. Podía incluso observarse sobre sus cabezas, una refulgente diadema de jovialidad y energía. Cada uno pensó que por fin se hallaba en el ruzafa encantado que cuando niños les prometieron.
En tierra firme, los que quedaron en el muelle, se sentían orgullosos por tener un tío, un nieto, una hermana, un amigo o un abuelo que, gracias a su oneroso despilfarro, pudieron costear el primer flete abordo del flamante barco.
Toda la atmósfera fue en conjunto una combinación de gritos, confeti, risas, serpentinas y algarabía; entre un brumoso asfixio, luchando por abrazar a todos lánguidamente y dejarlos con una extraña sensación de arrepentimiento y vacío cuando, ya en silencio, vieron el último punto del Great Hawkins perderse en el horizonte.
... Disimuladamente he podido conocer su nombre; se llama Consuelo, ¡curioso el asunto!, buenamente a ella no le gusta su nombre; es franca. Nada que tenga que ver con el consuelo tiene relación con ella. Antes bien, debería llamarse Angustia; Sueño; Anhelo, Lejanía, Pájaroquensilenciocanta, Sangre o Tintahechadesangre. Ella es delgadita, y su espalda pide con gritos que sólo yo descifro (o imagino) unos brazos toscos y malogrados como los míos.
Su cuerpo tiene las barrancas de Huascarán, Yerupajá o Chacrarajú; se sumergen en su piel grandes profundidades insondables, que terminan en abruptos alzados desafiantes y gallardos; en irracionales escuadras montañosas, sujetas de la ilógica asidura del viento y el peligro.
No sé de qué modo se las arregla para no reventar su boca cuando la aprieta con tanta fuerza entre sus dientes gruesos; entre sus carbones enblanquecidos con propia luz.
Sus labios están repletos de una especie de sangre dulce y cálida; cubiertos con una membrana apenas perceptible, fraguada de seda y miel. Yo imagino, solamente (por desgracia) que el sabor que tienen es extraordinariamente febril...
Entre otros ambiciosos viajes que se habían proyectado para el Great Hawkins, estaba el del arriesgado paso por Gibraltar, Brunei, y el Mar Mediterráneo; además de la dilatada travesía hasta Bermudas y Malvinas.
La obsesión trastocó inclusive la apreciación respecto a los verdaderos alcances y posibilidades del Great Hawkins, y hubo algunos marinos, comisionados en él, que aseguraban que podía, con algo de cuidado, atravesar hasta el Glen More; una grieta entre acantilados apenas navegable.
La pasión por el Great Hawkins cundió rápidamente por todo el Reino Unido. Pronto, muchas negociaciones asumieron ostentosas el mismo nombre; acondicionaron los restaurantes al estilo náutico; y hubo incluso ofuscados que bautizaron a sus hijos, nacidos en ese tiempo, con el peculiar nombre de Great Hawkins Mc. Helms Johnsons. No daban cuenta, absortos en su frenesí hacia el paladín patrio reencarnado, de la terrible pamplina que les aguardaba, de la tremenda bisutería que flotaba arrogantemente en el puerto inglés.
A pesar de la brunía del padre y del abuelo, la transparencia en la piel de su madre, generacionalmente le imponía en la suya, el embrujador aspecto de un fabuloso ogro europeo. Sus roles se disponían desordenadamente entre el aire librado del mar, como caireles del sol. El único tripulante latinoamericano, dejaba escurrir su cabello entre ese silbido ronco y redentor del viento en las orejas.
Francisco de Riva Agüero y Sánches Boquete, se sumergió entonces en la fantasía de suponer la caída de todas las nubes; grises, moradas y negras de esa mañana en el botadero, en la fastuosa forma de chaparrón espléndido; como cataplasma que liberará de golpe cada tristeza, cada rencor; cada angustia o dolor guardados quién sabe dónde: muy cerca de él.
Pase a esta sórdida pero breve reflexión, Francisco de Riva no apartó, de sus cavilaciones centrales, la idea principal que lo reducía a la forma de un zoquete sin opciones: Consuelo. Eso bueno tenía para él el Reino Unido; esa gran isla gris que habría matado de neblina, inmediatamente, desde su llegada, al prófugo Francisco de Riva; al prófugo de sí mismo, al incansable perseguido de su propia persona. Eso bueno tenía el Reino Unido: la combinación entre lo mundano y mortal; y lo celeste y eterno: la oportunidad de tocar un pedazo de aroma: el exquisito goce de tan sólo verla; de reconocerla en la vaga impresión de haberla besado desde el inicio de todas las cosas, desde su primer encuentro; en una frenética historia de amor que ahora ya era otra cosa, ajena y distante: Consuelo. Se sintió entonces baldío y yermo. Ese pelmazo de los bigotes absurdamente torcidos debería pagar tal fortuna: la de inducirse, todas las noches, entre los labios fríos de una cama que recita los pistilos de una mujer tibia de péndulos; la de abrazarla en las tinieblas, sabiéndola en cada vez, inquietamente distinta: inagotable; la de beber como una profana res, aquel manantial prolijo, ensuciando sus aguas y marchitándola brutalmente; la de terminarse todas sus frescuras.
... A veces su cara refleja el cansancio de portar una boca tan hermosa, tan grande, tan nacida para el beso.
De algún ventajoso modo, le fueron concedidos todos los encantos requeribles. Tiene una cara que mira de reojo, bajo cejas triunfadoras, con pelaje arrebatado de las profundidades de los gatos.
La falta de unos ojos comunes deja en claro que lo que los sustituye, son dos inmensos abismos que giran en espirales hacia adentro, con aguzados astillamientos, puestos de tal modo que permiten un ingreso suave y agradable, pero que impiden, después, cualquier salida posible. Dos aguijones de púas con punta de flecha tiene en lugar de ojos; dos espléndidos aguijones. Su piel no es tal. Estoy seguro. Ninguna excreción tiene. Ninguna maceración expone; ninguna señal que implique la obviedad de ser piel. La duna en donde sus ojos quedan tan armoniosos; como dos bríos concentrados; es resultado seguramente, de una misteriosa amalgama de arena, plantas y canela. Tienen además esta planicie, ciertos adornos lunarescos agregados con admirable exactitud... ése de la boca, amigo Cánceres... ¡Dios, ése de la boca!...
Ante otras extrañas fuerzas daría cuenta el esposo de Consuelo, de la desmeritada vida al lado de la maravillosa flor sevillana que marchitaba diariamente, con una torpe devoción medrosa.
Aproximadamente, a partir de la sexta milla náutica, el mar comenzó a arrugarse. Lo que en principio parecía el chubasco deseado por Francisco de Riva, en sus fantasías, antes de que el barco zarpara, se transformó súbitamente en una proverbial tormenta que hizo efectiva la pretensión de volar que el misterioso mar escondía, cuando todavía en el puerto despedían alegres al Great Hawkins.
Se dio una sórdida confabulación entre el agua y el viento, haciendo indistinguible cualquier cosa puesta a un palmo de nariz. Todo parecía una fantasmagórica alucinación.
Las personas en cubierta, volaban aparatosamente entre aquel torbellino. Hubo quienes con una fuerza descomunal se estrellaban en las paredes metálicas del barco, después de un pavoroso y violento vuelo. Todos los marinos aterrados parecían un conjunto de mequetrefes dispuestos a la resignación de una muerte lo menos vapuleada y salvaje; lo menos brutal y lo más rápida posible. Una triste bazofia parecía el Great Hawkins en medio del iracundo apetito del mar y del viento. Las ondas del océano se levantaban como gigantescos brazos que, con cada esfuerzo, internaban al pequeñísimo Great Hawkins, entre los intestinos de Poseidón, hacia la fúrica casa de Neptuno.
Ante la tempestad, el Great Hawkins, no obstante, empeñaba el valeroso espíritu de aquel bucanero acostumbrado a los malos tratos del mar. Fue el mismísimo pirata Hawkins, traído desde su catacumba, quien mantuvo durante 2 horas de continua lucha, a flote el barco que a sus honras llevaba el nombre. Hawkins, el fantasma, sustituyó hábilmente, pese a la diferencia operativa y tecnológica, al desmayado capitán Traven Hirbing, en las maniobras de resistencia; aunque por desgracia, la puntiaguda astilla de un salitral a medio camino, dentro de una coraza débil y desleal, hicieron de los esfuerzos solitarios del bizarro Hawkins, algo inútil. Finalmente, después de la feroz hecatombe, el enorme barco se convirtió en un silencioso féretro marino.
...Consuelo es grande y habita en mis sueños más importantes; esos que despierto persisten y que con cada recuerdo, llenan el cuerpo rápidamente de un placer algo malo; siniestra y maravillosamente malo. Sueños que habilitan los sentidos y los crispan hasta el borde de todas las agujas imaginables del mundo. Consuelo tiene en su cabeza una forma como de viento; cuando camina, su cuerpo solamente va siguiéndola, para no descubrir su fantástica habilidad de volar. Surca el aire como nave y de velas lleva el pelo, como mantas aterrizadas; como alas quietas; lacio, derretido, se derrama: como la fuente que es, un cabello hecho hilos de trigo; como resina ligera; como si supiera lo que es aquel trato con el fuego, y con el dominio del demonio: un cabello irreverentemente hermoso, Ramón amigo.
Ayer volví a soñar con ella. Sonreía. Yo no tuve mayor remedio que mirarla; mirarla con la intensión de hacerme su ceño, de convertirme en diente, piel, razón, idea o pestaña suya; para lo que de vida quede, vivirla a su lado: inconfundiblemente penetrados. Fundidos. Ayer, sus bocas fueron las mías; sus manos, amputaciones vivas, corrían libres sobre las piedras de mi cara; como pequeñas nubes, que de cuerpo utilizaban justamente el necesario para llegar a un lugar magnífico que ya no recuerdo.
Ahora, nada aparte de evocar inútilmente lo que no ha sido: lo que no es, y saber que para mi tiempo viejo, nunca; ni sus hombros, ni sus brazos, ni su pecho, ni su vientre; productos de orfebrería; serán voz real ni producto de cercanías...
Esa misma mañana, cuando todavía no se levantaba la ira del mar, el capitán Traven Hirbing presumía unos gritos de mandamás, zambullido en un perfecto uniforme; su mirada desafiante y déspota parecía la de un leopardo joven y terregoso, después de una exitosa caza. Pautó el mapa y, aún dudando de los alcances de lo que él consideró “un chubasco sin importancia”, ordenó la dirección trepidante y veloz del Great Hawkins. Inclusive pensó en ese momento, en la “absurda patraña” con la que Prince Henri intentó detener su victorioso primer viaje en el nuevo buque. “Borracho embustero” pensó, después irguió su espalda en un arco que le exponía al timón su pecho englobado, tupido de medallas.
...La fortuna se ensaña con algún tipo de perversión; amigo Cáceres: no he dejado de verla definitivamente; ha tomado también, junto con su esposo, la embarcación con la que pretendo regresar a América. Creo que algo sospecha. Mi atrevimiento en el restaurante del barco, a la hora de la cena, ha dejado en claro mi pretensión: ayer de un modo agradablemente altanero, alcé mi copa en dirección a ella, sobre la espalda de su esposo. Ella se ruborizó y sonrió débilmente. Después, instintivamente bajó la cabeza y miró de reojo el rostro de su esposo, con una actitud de evidente turbación. Esperaba yo una reacción mayor; el obligatorio mando de la enmienda de mis descarados actos cortejantes. Que al voltear el esposo, requiera de mí mayor respeto. Esto esperaba. Y no una cara masticando y sudorosa; impasible, abstracta; una cara que al mirar el origen del trastorno de su esposa, se volteara nuevamente sobre su plato, para seguir comiendo. Esperaba que no desbaratara mi plan: la oportunidad de darle muerte en un duelo, a la usanza tradicional, se convertía poco a poco en un montículo de ideas informes e inasibles. Todos los días espero la oportunidad; la idea de transformar a ese miserable en una morcilla gigante, se me ha vuelto una mórbida obsesión...
La mar estaba incontrolable, rugiendo con implacables estruendos; como provenidos de descomunales grutas universales. Hubo momentos en los que no se distinguió la separación entre el mar y el aire. El agua, entre pequeños espacios de vacío casi ridículo, lo había llenado todo, golpeando cada cosa con desconsiderada violencia.
El fofo esposo que acompañaba a la sevillana Consuelo, salió, entonces, de la puerta 369 de su camarote, y con un falso desplante de arrojo, se dispuso a prestar ayuda de algún tipo. Aturdido, más por su propia estupidez, que por el fardo endemoniado de las ráfagas criminales, lleno de pánico; no bien parado sobre cubierta, intentó regresar al salvo resguardo de su camarote; al rezago de la sevillana Consuelo.
Francisco lo vio. Vio cómo se aterraba por ese pandemónium, vio cómo le escurría por debajo del pantalón una fétida almástiga que redujo la cubierta de un excelente barco, a la forma de un gran retrete deficiente. Vio cómo las vigas, varillas y pedazos enormes de lámina se derrumbaban de todas partes, adquiriendo una fatal conciencia asesina en su capacidad de volar vertiginosamente entre la tormenta. Vio también cómo una larga lanza, que en otro momento fue pasamanos, quizá guiada por algún perverso poder telepático, perseguía desesperadamente la espalda de ése que huía espantado a la seguridad de su camarote. Vio cómo lo alcanzó. Cómo una delgada saeta, repentinamente, dejó los ojos del esposo de la sevillana Consuelo, completamente abiertos; llenos de terror y dolor. Un agudo lamento, del todo imperceptible, anunció fútilmente a ese plañidero amilanado.
Fue entonces cuando el huracán natural se detuvo.
Durante breves instantes cesó irracional y milagrosamente. Francisco de Riva aprovechó ese momento de conmoción, y bajando la escalinata que conducía hacia los dormitorios, se dirigió con decisión al camarote de Consuelo. Abrió lentamente la puerta y escuchó una trémula voz:
-¿Quién es?...
Francisco de Riva no respondió. Avanzó sigilosamente entre lo que a él le pareció un conjunto de brillantes y zafiros volando entre los objetos; como si todo, antes de hacerlo de veras, se llenara enteramente de agua y ellos fueran dos afortunados peces. Todo convergió hacia el centro de sus bocas. Ahí el ósculo perfecto, en medio de una estancia lívida; mezclada de penumbra y luz.
Un nuevo ciclón, ahora surgido desde el camarote 639, además de un estrepitoso golpe en la proa, en ese momento terminaron de manera definitiva con la inhóspita y efímera gloria del Great Hawkins.
Lo último en sumergiese fue el pabellón calado del Reino Unido en la punta del asta.
Al día siguiente, la superficie del mar, satisfecha exponía una inocencia impecable, debajo de los rayos calientes de un sol candoroso y tranquilo. El océano era una versátil capa brillante en el filo de su llano blando e inquieto, que se convertía, poco más abajo, en una suave tela de terciopelo azul, que hacía sólo suponer, con algo de vaguedad, que todo lo pasado la mañana anterior, había sido una calumniosa mentira.
Dentro de las profundidades, en tanto, yacen dentro de los vestigios de un barco, en el más hermoso osario, dos esqueletos soldados el uno al otro, haciendo así, otro ser con distinta vida.
Ahora, cuando nada fuera de la leyenda y los archivos en Bukinham, se hace materia presente; en el último cajón de un interminable pasillo repleto de registros, dentro del Palacio Real de Bukinham; entre los informes rendidos por Prince Henri; la lista que reporta los muertos por el hundimiento del Great Hawkins, rebulle suavemente. Los hombres de Consuelo Araujo y Francisco de Riva Agüero y Sánchez Boquete, van disolviéndose cada año, en el mes de enero, de una manera misteriosa.
. . . Espero verle pronto, amigo Cáceres, se despide de usted, su camarada.
Francisco de Riva Agüero y Sánchez Boquete.
Enero de 1936.
Cuando Ramón Cáceres fue envejeciendo, la gran ciruela seca en que su cara se convertía poco a poco, iba imponiendo, entre una piel de por sí blanquecina por algún antepasado europeo, un seño algo estrambótico; sus ojos paulatinamente abandonaban sus órbitas naturales y se concentraban nada más en el puro vacío; las comisuras de su boca jalaban unos labios gestosos, al grado que podía uno pensar que al hablar se le caería completa la quijada de modo irremediable.
Amparado por una cobija quebradiza, era acercado a alguna ventana para que con la insustituible tranquilidad de aquel que recuerda la vida joven, sus desencajados ojos se perdieran en el esfuerzo por querer ver nuevamente a las antiguas calles de su barrio. Él aseguraba que a fuerza de recordar las épocas infantiles que inyectaban su cabeza hasta transformarla en una esfera insulsa; que a fuerza de evocar el pasado, donde se reconstruían orfeones maravillosos que orlaban los juegos de dos niños haciendo de la amistad un término pequeño, había adquirido la facultad de conversar con Francisco de Riva ya una vez muerto. Decía que Francisco de Riva lo visitaba desde su nueva finca debajo del mar, lleno de caracoles; amputaciones, mordiscos y un color repulsivamente morado.
Pudo, según dictado de Francisco de Riva después de ahogado, reescribir aquella carta que seguramente hace mucho tiempo, se disolvió entre la sal del agua.
Es muy posible que se subestimara la información que habría hecho del Great Hawkins, el trasatlántico más funcional y magnífico jamás creado hasta entonces. La palabra demeritada de Price Henri; informante caído en la desgracia de la afición desmedida por el juego y el alcohol, solamente sirvió para formar en torno a la votación del Great Hawkins, una densa niebla combinada de mito y desgracia.
El mayor Traven Hirbing, experimentado marino al servicio de la corte británica, fue escogido como capitán a cargo de lo que hubiera sido el primer viaje completo del Great Hawkins.
Jamás una desgracia fue siquiera semejante; algunos han dado en compararla débilmente con las benévolas ocurridas en Pompeya, Sodoma o Gomorra.
Se guardan todavía, con celo secreto, en el palacio real de Bukinham, ciertos archivos que reportan todos los pormenores de la desgracia, así como la desafortunada lista de los nombres de quienes desaparecieron entre un páramo de agua, baldados de salvación. También se detalla el acucioso desempeño de Price Henri, que de haber sido atendido en el último de sus informes, antes de sofocarse con vino y apuestas, como preludio de su muerte ignominiosa, la conciencia de uno de los únicos 15 sobrevivientes; el capitán Traven Hirbing, no habría tenido obligación alguna de cargar con la muerte de más de 3,000 personas.
La formulación que había concluido la efectividad del barco, su resistencia al peso inaudito, y la aleación metálica impenetrable de su orgullosa coraza, fueron una deshonesta forma de lucro por parte de la empresa española Astilleros Ibéricos; una histórica forma de venganza de Felipe II contra los bárbaros ataques de Sir Francis Drake, Raleigh y Gilbert; incluso del mismo Hawkins, quienes hicieron de la Armada Invencible, hacia el siglo XVII, un cúmulo de barcos frágiles y lastimeros en España. Price Henri lo sabía, siempre lo supo; la misión que le fue encomendada entre personas allegadas al astillero, disfrazado de un paria inglés venido a menos, resultó altamente efectiva, y entre copas, vinos y francachelas, pudo obtener de los directivos españoles esa noticia clave y secreta.
Traven Hirbing recibió después un castigo atenuado y se le envió a una casa de asistencia para debilitados mentales. Seguramente él hubiera preferido que la soberbia por capitanear aquel significó trasatlántico, no le hubiera cegado, en principio, la capacidad para el razonamiento lógico, y después, la cordura y la sensatez: desde el punto de vista a Prince Henri, era evidente la veracidad del sabotaje; el nombre del barco en honor a aquel pirata, cuya osadía produjo tantos beneficios a la Corona Británica, se tradujo en una desvergonzada forma de ofensa malsana y ruin para los españoles; para los directores en la construcción del colosal Great Hawkins.
Tiempo después, ya apocado y tullido, privado de un trato mínimamente humano; agobiado por los calabozos demenciales, y agenciándose, por las constantes faenas de mórbidos ingenios culposos, cualquier suplico figurable, seguramente al capitán Traven Hirbing le hubiera gustado atender, en su momento, al andrajoso Prince Henri, cuando llegó al muelle, poco antes de que la necedad de un capitán ofuscado, le hiciera presenciar la despedida de los privilegiados tripulantes que estrenaron las lujosas instalaciones del Great Hawkins.
Muy entrañable amigo Ramón Cáceres:
Actualmente me encuentro muy jubiloso, pues he conocido en Drover; en el Canal de la Mancha, a la mujer con la que he venido soñando continuamente durante los últimos 6 años. Es exactamente como en mi sueño. Todo sucedió durante mi estancia a orillas del fabuloso canal, cuando se celebraba un evento destinado a despedir a un tal Hayden Taylor; un inglés que intenta cruzar a nado, en el menor tiempo posible, el canal.
Algo lamentable fue ver que iba acompañada: un tipo robusto, con un bigote amplio y torcido, sobre una cara definitivamente imbécil.
Quizá el sentirse en tierra tan lejanas sea la causa de meditar meticulosamente cada acto; sobre todo si éste es producto de un pensamiento arrebatado. Por eso me detuve ante la ocurrencia de correr hacia ella y abrazarla fuertemente.
El Reino Unido, como ya en otras cartas le he dicho, tiene siempre un clima frío, sumergido en una densa neblina. Esta niebla entornaba sus pasos figurando una nube a través de la cual flotaba con cierta elegancia...
En el cielo los tumultos se engrosaban en una sombrilla inmensa, sobre el puerto de varía salir al altivo pirata Hawkins reencarnado en barco, y opacaba los brillos y bruñidos de los ornamentos cromados en el trasatlántico; una gris mañana de enero de 1936.
Soplaba entonces un cierzo agudo que encajaba sus puntas en los rostros de todos. El mar parecía guardar un misterio; un enigma empeñado sólo en hacer notar su existencia.
Sumergidos en gruesas gabardinas, los tripulantes, colmados tras el barandal, desprendían un ardoroso aliento que se congelaba al salir. Cada uno de esos dragones infaustos ignoraba su destino de aliento para un mar con hambre. Cada uno de los acuanautas del Great Hawkins creyó, muy a su modo, que las bendiciones del cielo por fin habían llegado a sus vidas; que el fruto de los esfuerzos entre talleres, labores, factorías, mercaderías y negocios, les había llegado de una manera sobrada. Podía incluso observarse sobre sus cabezas, una refulgente diadema de jovialidad y energía. Cada uno pensó que por fin se hallaba en el ruzafa encantado que cuando niños les prometieron.
En tierra firme, los que quedaron en el muelle, se sentían orgullosos por tener un tío, un nieto, una hermana, un amigo o un abuelo que, gracias a su oneroso despilfarro, pudieron costear el primer flete abordo del flamante barco.
Toda la atmósfera fue en conjunto una combinación de gritos, confeti, risas, serpentinas y algarabía; entre un brumoso asfixio, luchando por abrazar a todos lánguidamente y dejarlos con una extraña sensación de arrepentimiento y vacío cuando, ya en silencio, vieron el último punto del Great Hawkins perderse en el horizonte.
... Disimuladamente he podido conocer su nombre; se llama Consuelo, ¡curioso el asunto!, buenamente a ella no le gusta su nombre; es franca. Nada que tenga que ver con el consuelo tiene relación con ella. Antes bien, debería llamarse Angustia; Sueño; Anhelo, Lejanía, Pájaroquensilenciocanta, Sangre o Tintahechadesangre. Ella es delgadita, y su espalda pide con gritos que sólo yo descifro (o imagino) unos brazos toscos y malogrados como los míos.
Su cuerpo tiene las barrancas de Huascarán, Yerupajá o Chacrarajú; se sumergen en su piel grandes profundidades insondables, que terminan en abruptos alzados desafiantes y gallardos; en irracionales escuadras montañosas, sujetas de la ilógica asidura del viento y el peligro.
No sé de qué modo se las arregla para no reventar su boca cuando la aprieta con tanta fuerza entre sus dientes gruesos; entre sus carbones enblanquecidos con propia luz.
Sus labios están repletos de una especie de sangre dulce y cálida; cubiertos con una membrana apenas perceptible, fraguada de seda y miel. Yo imagino, solamente (por desgracia) que el sabor que tienen es extraordinariamente febril...
Entre otros ambiciosos viajes que se habían proyectado para el Great Hawkins, estaba el del arriesgado paso por Gibraltar, Brunei, y el Mar Mediterráneo; además de la dilatada travesía hasta Bermudas y Malvinas.
La obsesión trastocó inclusive la apreciación respecto a los verdaderos alcances y posibilidades del Great Hawkins, y hubo algunos marinos, comisionados en él, que aseguraban que podía, con algo de cuidado, atravesar hasta el Glen More; una grieta entre acantilados apenas navegable.
La pasión por el Great Hawkins cundió rápidamente por todo el Reino Unido. Pronto, muchas negociaciones asumieron ostentosas el mismo nombre; acondicionaron los restaurantes al estilo náutico; y hubo incluso ofuscados que bautizaron a sus hijos, nacidos en ese tiempo, con el peculiar nombre de Great Hawkins Mc. Helms Johnsons. No daban cuenta, absortos en su frenesí hacia el paladín patrio reencarnado, de la terrible pamplina que les aguardaba, de la tremenda bisutería que flotaba arrogantemente en el puerto inglés.
A pesar de la brunía del padre y del abuelo, la transparencia en la piel de su madre, generacionalmente le imponía en la suya, el embrujador aspecto de un fabuloso ogro europeo. Sus roles se disponían desordenadamente entre el aire librado del mar, como caireles del sol. El único tripulante latinoamericano, dejaba escurrir su cabello entre ese silbido ronco y redentor del viento en las orejas.
Francisco de Riva Agüero y Sánches Boquete, se sumergió entonces en la fantasía de suponer la caída de todas las nubes; grises, moradas y negras de esa mañana en el botadero, en la fastuosa forma de chaparrón espléndido; como cataplasma que liberará de golpe cada tristeza, cada rencor; cada angustia o dolor guardados quién sabe dónde: muy cerca de él.
Pase a esta sórdida pero breve reflexión, Francisco de Riva no apartó, de sus cavilaciones centrales, la idea principal que lo reducía a la forma de un zoquete sin opciones: Consuelo. Eso bueno tenía para él el Reino Unido; esa gran isla gris que habría matado de neblina, inmediatamente, desde su llegada, al prófugo Francisco de Riva; al prófugo de sí mismo, al incansable perseguido de su propia persona. Eso bueno tenía el Reino Unido: la combinación entre lo mundano y mortal; y lo celeste y eterno: la oportunidad de tocar un pedazo de aroma: el exquisito goce de tan sólo verla; de reconocerla en la vaga impresión de haberla besado desde el inicio de todas las cosas, desde su primer encuentro; en una frenética historia de amor que ahora ya era otra cosa, ajena y distante: Consuelo. Se sintió entonces baldío y yermo. Ese pelmazo de los bigotes absurdamente torcidos debería pagar tal fortuna: la de inducirse, todas las noches, entre los labios fríos de una cama que recita los pistilos de una mujer tibia de péndulos; la de abrazarla en las tinieblas, sabiéndola en cada vez, inquietamente distinta: inagotable; la de beber como una profana res, aquel manantial prolijo, ensuciando sus aguas y marchitándola brutalmente; la de terminarse todas sus frescuras.
... A veces su cara refleja el cansancio de portar una boca tan hermosa, tan grande, tan nacida para el beso.
De algún ventajoso modo, le fueron concedidos todos los encantos requeribles. Tiene una cara que mira de reojo, bajo cejas triunfadoras, con pelaje arrebatado de las profundidades de los gatos.
La falta de unos ojos comunes deja en claro que lo que los sustituye, son dos inmensos abismos que giran en espirales hacia adentro, con aguzados astillamientos, puestos de tal modo que permiten un ingreso suave y agradable, pero que impiden, después, cualquier salida posible. Dos aguijones de púas con punta de flecha tiene en lugar de ojos; dos espléndidos aguijones. Su piel no es tal. Estoy seguro. Ninguna excreción tiene. Ninguna maceración expone; ninguna señal que implique la obviedad de ser piel. La duna en donde sus ojos quedan tan armoniosos; como dos bríos concentrados; es resultado seguramente, de una misteriosa amalgama de arena, plantas y canela. Tienen además esta planicie, ciertos adornos lunarescos agregados con admirable exactitud... ése de la boca, amigo Cánceres... ¡Dios, ése de la boca!...
Ante otras extrañas fuerzas daría cuenta el esposo de Consuelo, de la desmeritada vida al lado de la maravillosa flor sevillana que marchitaba diariamente, con una torpe devoción medrosa.
Aproximadamente, a partir de la sexta milla náutica, el mar comenzó a arrugarse. Lo que en principio parecía el chubasco deseado por Francisco de Riva, en sus fantasías, antes de que el barco zarpara, se transformó súbitamente en una proverbial tormenta que hizo efectiva la pretensión de volar que el misterioso mar escondía, cuando todavía en el puerto despedían alegres al Great Hawkins.
Se dio una sórdida confabulación entre el agua y el viento, haciendo indistinguible cualquier cosa puesta a un palmo de nariz. Todo parecía una fantasmagórica alucinación.
Las personas en cubierta, volaban aparatosamente entre aquel torbellino. Hubo quienes con una fuerza descomunal se estrellaban en las paredes metálicas del barco, después de un pavoroso y violento vuelo. Todos los marinos aterrados parecían un conjunto de mequetrefes dispuestos a la resignación de una muerte lo menos vapuleada y salvaje; lo menos brutal y lo más rápida posible. Una triste bazofia parecía el Great Hawkins en medio del iracundo apetito del mar y del viento. Las ondas del océano se levantaban como gigantescos brazos que, con cada esfuerzo, internaban al pequeñísimo Great Hawkins, entre los intestinos de Poseidón, hacia la fúrica casa de Neptuno.
Ante la tempestad, el Great Hawkins, no obstante, empeñaba el valeroso espíritu de aquel bucanero acostumbrado a los malos tratos del mar. Fue el mismísimo pirata Hawkins, traído desde su catacumba, quien mantuvo durante 2 horas de continua lucha, a flote el barco que a sus honras llevaba el nombre. Hawkins, el fantasma, sustituyó hábilmente, pese a la diferencia operativa y tecnológica, al desmayado capitán Traven Hirbing, en las maniobras de resistencia; aunque por desgracia, la puntiaguda astilla de un salitral a medio camino, dentro de una coraza débil y desleal, hicieron de los esfuerzos solitarios del bizarro Hawkins, algo inútil. Finalmente, después de la feroz hecatombe, el enorme barco se convirtió en un silencioso féretro marino.
...Consuelo es grande y habita en mis sueños más importantes; esos que despierto persisten y que con cada recuerdo, llenan el cuerpo rápidamente de un placer algo malo; siniestra y maravillosamente malo. Sueños que habilitan los sentidos y los crispan hasta el borde de todas las agujas imaginables del mundo. Consuelo tiene en su cabeza una forma como de viento; cuando camina, su cuerpo solamente va siguiéndola, para no descubrir su fantástica habilidad de volar. Surca el aire como nave y de velas lleva el pelo, como mantas aterrizadas; como alas quietas; lacio, derretido, se derrama: como la fuente que es, un cabello hecho hilos de trigo; como resina ligera; como si supiera lo que es aquel trato con el fuego, y con el dominio del demonio: un cabello irreverentemente hermoso, Ramón amigo.
Ayer volví a soñar con ella. Sonreía. Yo no tuve mayor remedio que mirarla; mirarla con la intensión de hacerme su ceño, de convertirme en diente, piel, razón, idea o pestaña suya; para lo que de vida quede, vivirla a su lado: inconfundiblemente penetrados. Fundidos. Ayer, sus bocas fueron las mías; sus manos, amputaciones vivas, corrían libres sobre las piedras de mi cara; como pequeñas nubes, que de cuerpo utilizaban justamente el necesario para llegar a un lugar magnífico que ya no recuerdo.
Ahora, nada aparte de evocar inútilmente lo que no ha sido: lo que no es, y saber que para mi tiempo viejo, nunca; ni sus hombros, ni sus brazos, ni su pecho, ni su vientre; productos de orfebrería; serán voz real ni producto de cercanías...
Esa misma mañana, cuando todavía no se levantaba la ira del mar, el capitán Traven Hirbing presumía unos gritos de mandamás, zambullido en un perfecto uniforme; su mirada desafiante y déspota parecía la de un leopardo joven y terregoso, después de una exitosa caza. Pautó el mapa y, aún dudando de los alcances de lo que él consideró “un chubasco sin importancia”, ordenó la dirección trepidante y veloz del Great Hawkins. Inclusive pensó en ese momento, en la “absurda patraña” con la que Prince Henri intentó detener su victorioso primer viaje en el nuevo buque. “Borracho embustero” pensó, después irguió su espalda en un arco que le exponía al timón su pecho englobado, tupido de medallas.
...La fortuna se ensaña con algún tipo de perversión; amigo Cáceres: no he dejado de verla definitivamente; ha tomado también, junto con su esposo, la embarcación con la que pretendo regresar a América. Creo que algo sospecha. Mi atrevimiento en el restaurante del barco, a la hora de la cena, ha dejado en claro mi pretensión: ayer de un modo agradablemente altanero, alcé mi copa en dirección a ella, sobre la espalda de su esposo. Ella se ruborizó y sonrió débilmente. Después, instintivamente bajó la cabeza y miró de reojo el rostro de su esposo, con una actitud de evidente turbación. Esperaba yo una reacción mayor; el obligatorio mando de la enmienda de mis descarados actos cortejantes. Que al voltear el esposo, requiera de mí mayor respeto. Esto esperaba. Y no una cara masticando y sudorosa; impasible, abstracta; una cara que al mirar el origen del trastorno de su esposa, se volteara nuevamente sobre su plato, para seguir comiendo. Esperaba que no desbaratara mi plan: la oportunidad de darle muerte en un duelo, a la usanza tradicional, se convertía poco a poco en un montículo de ideas informes e inasibles. Todos los días espero la oportunidad; la idea de transformar a ese miserable en una morcilla gigante, se me ha vuelto una mórbida obsesión...
La mar estaba incontrolable, rugiendo con implacables estruendos; como provenidos de descomunales grutas universales. Hubo momentos en los que no se distinguió la separación entre el mar y el aire. El agua, entre pequeños espacios de vacío casi ridículo, lo había llenado todo, golpeando cada cosa con desconsiderada violencia.
El fofo esposo que acompañaba a la sevillana Consuelo, salió, entonces, de la puerta 369 de su camarote, y con un falso desplante de arrojo, se dispuso a prestar ayuda de algún tipo. Aturdido, más por su propia estupidez, que por el fardo endemoniado de las ráfagas criminales, lleno de pánico; no bien parado sobre cubierta, intentó regresar al salvo resguardo de su camarote; al rezago de la sevillana Consuelo.
Francisco lo vio. Vio cómo se aterraba por ese pandemónium, vio cómo le escurría por debajo del pantalón una fétida almástiga que redujo la cubierta de un excelente barco, a la forma de un gran retrete deficiente. Vio cómo las vigas, varillas y pedazos enormes de lámina se derrumbaban de todas partes, adquiriendo una fatal conciencia asesina en su capacidad de volar vertiginosamente entre la tormenta. Vio también cómo una larga lanza, que en otro momento fue pasamanos, quizá guiada por algún perverso poder telepático, perseguía desesperadamente la espalda de ése que huía espantado a la seguridad de su camarote. Vio cómo lo alcanzó. Cómo una delgada saeta, repentinamente, dejó los ojos del esposo de la sevillana Consuelo, completamente abiertos; llenos de terror y dolor. Un agudo lamento, del todo imperceptible, anunció fútilmente a ese plañidero amilanado.
Fue entonces cuando el huracán natural se detuvo.
Durante breves instantes cesó irracional y milagrosamente. Francisco de Riva aprovechó ese momento de conmoción, y bajando la escalinata que conducía hacia los dormitorios, se dirigió con decisión al camarote de Consuelo. Abrió lentamente la puerta y escuchó una trémula voz:
-¿Quién es?...
Francisco de Riva no respondió. Avanzó sigilosamente entre lo que a él le pareció un conjunto de brillantes y zafiros volando entre los objetos; como si todo, antes de hacerlo de veras, se llenara enteramente de agua y ellos fueran dos afortunados peces. Todo convergió hacia el centro de sus bocas. Ahí el ósculo perfecto, en medio de una estancia lívida; mezclada de penumbra y luz.
Un nuevo ciclón, ahora surgido desde el camarote 639, además de un estrepitoso golpe en la proa, en ese momento terminaron de manera definitiva con la inhóspita y efímera gloria del Great Hawkins.
Lo último en sumergiese fue el pabellón calado del Reino Unido en la punta del asta.
Al día siguiente, la superficie del mar, satisfecha exponía una inocencia impecable, debajo de los rayos calientes de un sol candoroso y tranquilo. El océano era una versátil capa brillante en el filo de su llano blando e inquieto, que se convertía, poco más abajo, en una suave tela de terciopelo azul, que hacía sólo suponer, con algo de vaguedad, que todo lo pasado la mañana anterior, había sido una calumniosa mentira.
Dentro de las profundidades, en tanto, yacen dentro de los vestigios de un barco, en el más hermoso osario, dos esqueletos soldados el uno al otro, haciendo así, otro ser con distinta vida.
Ahora, cuando nada fuera de la leyenda y los archivos en Bukinham, se hace materia presente; en el último cajón de un interminable pasillo repleto de registros, dentro del Palacio Real de Bukinham; entre los informes rendidos por Prince Henri; la lista que reporta los muertos por el hundimiento del Great Hawkins, rebulle suavemente. Los hombres de Consuelo Araujo y Francisco de Riva Agüero y Sánchez Boquete, van disolviéndose cada año, en el mes de enero, de una manera misteriosa.
. . . Espero verle pronto, amigo Cáceres, se despide de usted, su camarada.
Francisco de Riva Agüero y Sánchez Boquete.
Enero de 1936.
BREVIARIO DEL SUEÑO
El sol occidental se inflamaba exangüe entre púrpuras venerías, sometiendo los saldos de su ira anaranjada, hincándose en la tierra del horizonte para que la constelación hiciera la noche con la ausencia de su enterramiento. Era el primer día del año de 1436. Un enfermizo muchacho de nombre Baltasar de Ramos, cuya mayor aspiración construía, con pacíficas jornadas de oratorios agustinos, la postrera remisión a la vida conventual que su padre militar le había negado con la doctrina de las armas, tomado de la ventana, veía acontecer el ocaso, martirizado por pensar en aquellas cabezas brunas que al caer tronchadas dejaban para siempre su crujir de fruta seca en la memoria; lo miraba recordando estremecido la multiplicación de los cuerpos fraccionados; y el fragor de los hierros contra los moros, con el fatuo anhelo de olvidar durante el sueño. Así que se dirigió luego hacia su camastro y se dispuso.
Cuando durmió, soñó que andaba en territorios visigodos y que el íntimo temor a los ataques de los bárbaros le hacía temblar zarandeándole sin compás el cuerpo carne y el esqueleto.
No requirió meditación: la irrupción al interior de aquella pequeña casa significó en su instinto el sentido de salvación. Cuando vio pasar de largo a la horda desenfrenada de salvajes y herejes, comandados al frente por un gallardo capitán a quien su ejército clamaba atronando “Atilas”, algo en su pecho dejó de contenerse y las sacudidas cesaron. Se alegró entonces de haber acertado en obedecer el impulso de esconderse; de no haber sido advertido.
Pasado el momento, se recostó en el suelo, sobre un montón de paja. Cerró los ojos y comenzó a soñar: sobre un brioso caballo a trote, supervisaba el martirio de los sediciosos quienes, uno tras otro, morían en un campo sembrado de cruces y gemidos. Por debajo de su forjada coraza sudaba copiosamente bajo el sol de mediodía que ponía a arder los metales de su armadura. Al pasar frente a un cristiano, detuvo su corcel que reparó de mal modo, derribando al jinete al suelo. Se levantó, se sacudió la capa y en seguida las manos. Luego, al escuchar su nombre, volteó a ver el rostro del hombre a cuyo pie de tortura había recortado la brida al caballo. El sol detrás del rostro le impidió, en principio, distinguir, pero cuando, al moverse de ángulo, pudo verlo, la impresión de ver su propia cara lo desmayó. Mientras estuvo inconsciente imaginó deducir que los inútiles esfuerzos para salir de unas aguas rabicundas entre las que se anegaba, daban mayor peso a su cuerpo que entre manoteos, zambullidas y gritos entrecortados, se hundía como esponja. Mientras podía pensar supo que había resultado impertinencia vana desafiar agoreros; que serviría de lección y nadie más vadearía el Nilo en épocas de turbulencia. Al otro extremo, en la ribera, una hermosísima joven miraba con terror cómo el de la improvisada balsa se sumergía para luego ser llevado boca abajo por la corriente vertiginosa. Su postrera imagen fue para Ra. Poco después, en tanto su cuerpo bogaba entre las aguas, el ahogado sintió que despertaba; que otra índole de vida le habitaba, y comenzó a soñar...
Baltasar de Ramos, el verdadero, despertó una lúcida mañana de septiembre de 1996. Yo aún no lo hago.
Cuando durmió, soñó que andaba en territorios visigodos y que el íntimo temor a los ataques de los bárbaros le hacía temblar zarandeándole sin compás el cuerpo carne y el esqueleto.
No requirió meditación: la irrupción al interior de aquella pequeña casa significó en su instinto el sentido de salvación. Cuando vio pasar de largo a la horda desenfrenada de salvajes y herejes, comandados al frente por un gallardo capitán a quien su ejército clamaba atronando “Atilas”, algo en su pecho dejó de contenerse y las sacudidas cesaron. Se alegró entonces de haber acertado en obedecer el impulso de esconderse; de no haber sido advertido.
Pasado el momento, se recostó en el suelo, sobre un montón de paja. Cerró los ojos y comenzó a soñar: sobre un brioso caballo a trote, supervisaba el martirio de los sediciosos quienes, uno tras otro, morían en un campo sembrado de cruces y gemidos. Por debajo de su forjada coraza sudaba copiosamente bajo el sol de mediodía que ponía a arder los metales de su armadura. Al pasar frente a un cristiano, detuvo su corcel que reparó de mal modo, derribando al jinete al suelo. Se levantó, se sacudió la capa y en seguida las manos. Luego, al escuchar su nombre, volteó a ver el rostro del hombre a cuyo pie de tortura había recortado la brida al caballo. El sol detrás del rostro le impidió, en principio, distinguir, pero cuando, al moverse de ángulo, pudo verlo, la impresión de ver su propia cara lo desmayó. Mientras estuvo inconsciente imaginó deducir que los inútiles esfuerzos para salir de unas aguas rabicundas entre las que se anegaba, daban mayor peso a su cuerpo que entre manoteos, zambullidas y gritos entrecortados, se hundía como esponja. Mientras podía pensar supo que había resultado impertinencia vana desafiar agoreros; que serviría de lección y nadie más vadearía el Nilo en épocas de turbulencia. Al otro extremo, en la ribera, una hermosísima joven miraba con terror cómo el de la improvisada balsa se sumergía para luego ser llevado boca abajo por la corriente vertiginosa. Su postrera imagen fue para Ra. Poco después, en tanto su cuerpo bogaba entre las aguas, el ahogado sintió que despertaba; que otra índole de vida le habitaba, y comenzó a soñar...
Baltasar de Ramos, el verdadero, despertó una lúcida mañana de septiembre de 1996. Yo aún no lo hago.
BAILANDO NEREIDAS
– ¡Heeeeey familia, danzón dedicado al señor Famosito Alfredo y fina dama que lo acompaña!…
…Llegaban parvadas de tordos hasta las flores insertas entre un verdor de plantas en cascada detenida desde un pequeño tiesto de mimbre puesto, casi adrede como para olvidarlo, en el alféizar de la ventana. El patio entonces se llenaba de la algarabía de los piares que limpiaban el aire. Las paredes parecían llenas de color, de movimiento. Los orificios de los ladrillos rasos se cubrían, y ninguna de las aves se apartaba por el paso de los inquilinos.
Eso no importaba.
Sobre el dintel de la ventana, por cortina un hilacho amarillento y ralo hacía de lengua, y se agitaba de aire en azotes enérgicos hacia adentro; parlamentaba latigazos de punta y alboroto de algunas aves más osadas que a veces traspasaban el umbral. La magnífica ventana era un ojo que guardaba una casa como alma, y que hacia afuera veía el patio de mosaicos remendados, confeti entre grava y rojos, cemento y grises con pulimentos viejos y reacios, sacados a pulso y sombra. Perseverantes helechos. Macetones de barro y otros menores de lámina de botes. El pasillo para la trasnoche era tanto más largo cuanto más cansaba el peso turbulento del gran pellejo que resultaba del peculio infructuoso de noches densas de colillas, vasos, fichas y luces artificiales; cuando se hacía de polvo el aire y los pasos, apenas desprendidos en el andar, se encontraban con los que llevan hacia las insospechadas formas de lo peor, poco antes de quedar unidos al suelo para siempre,
En otros días, ya hundidos bajo la cuenta de muchos otros, el sol tenía casa en ese pasillo que feliz remataba corona en la primorosa madera perforada por polillas de principio de siglo, y que tenía al flanco la ventana donde el tiesto obraba hospitalario sus muchas plumas. Porque en esos días era cuando venían los tordos atraídos por los cuadritos de vidrio de colores, por el dosel hablando fusta amarilla, por el aire que entraba a la casa y por el arroyo de verdura y flor que pendía de la maceta, aquella puesta al quicio de la ventana, casi con olvido: eso no importaba.
Esta forma de comentario que la ventana usaba para sosiego del espíritu que había guardado, también se aplicó por única vez hacia fuera, pero no del mismo modo. Lo hizo con otro lenguaje. Sus letras se hicieron trancas pesadas que dijeron del sueño interino, de las enormes moscas verdes en busca de alimento entre candiles de imitación y carpetas de encajes sobre los muebles viejos, del increíble estatismo de todo eso, de las sonrisas agrias de Manolete y el Cordobés cercadas por los marcos colgados de las paredes, junto a La Virgen de Guadalupe. Esas letras hechas barro luego, algo dijeron acerca de todo el silencio del piano vertical y gran tesoro, de la naftalina cuajada con bocanadas espesas de olor a muerto.
Hacía poco más o menos tres días que la puerta del ocho no se abría, que las esquinas de sus travesaños se habían dejado tapiar por la labor de las arañas.
Eso no importaba.
Lo que importaba no tenía modo de ser conocido por Alfredo, el Famosito Alfredo, cuando menos para que hiciera lo necesario; para que Estela, Ángel y Alfredito lloraran; para que pensaran que había sido lo mejor; que ahora, cuando menos descansaría.
La emisora de la radio estaba en la hora de las complacencias y Genoveva lamentó no poder llamar por teléfono, pedir “El triste” con José José, y saludar a Memo, el de la barra, que había sido tan bueno con ella; a Gloria y a Paquito su ahijado. Genoveva, de bruces sobre el remolino de su colcha, el torbellino permanente que ponía a circular con afán a las paredes del cuarto; ella ahí, dando vueltas al centro de la pieza, siendo el eje estático de una recámara veloz; bocabajo, mugiendo quedito, sin poder quejarse, lamentando que en la radio tuvieran las complacencias y no pusieran “El triste”; que de pronto tuviera la certeza inexplicable de que el aparato receptor comenzara a crecer; que cada cosa de la sala lo hiciera también: la cajita de música, el cenicero, una cucaracha, los candelabros. La voz del locutor salía de la bocina como una gran pértiga que luego era vencida por su propio peso; un espumar de ecos y voces rebotando gravedades y disonancias de pared a pared: un derretirse humano y pesado: Fa, fa, fa, fa, mi, mi, mi, mi, lia, lia, lia, lia, lia. Un acecho impostergable habitaba la casa del número ocho, obligando el calce de pesos en centrífuga fuerza y el uso irremediable de escarlatas en la lengua. La voz magnética suplantaba al aire: Sa, sa, sa, sa,sa, sa, sa, lu, lu, lu lu, dos, dos, dos, dos, dos, dos, dos...
Genoveva podía escuchar el crepitar de la inmensa cucaracha invasora, la viscosidad resbalando por su caparazón, el aparatoso estruendo de cada pisada que imponía sobre las cosas y que llegaba desde la sala. Un siseo, una serpiente aguda se deslizó de pronto por todas partes: por debajo de la puerta, a través de la ventana, por la azotea, desde el patio... por todas partes. Genoveva no terminó su pensamiento, pero hubiera querido decir que adivinaba la índole femenina de la sierpe, que era otra vez la primorosa hija de la del seis. Esa certeza le habría hecho saber que ya eran las 7:00 y que pronto llegaría Ramiro; aquel joven panadero que la hija de la del seis esperaba a diario para platicar, con quien sucumbía en la sombra del rincón del patio, y para quien componía invariablemente, mientras se bañaba, sus policromadas víboras sin manzanas que escurrían hasta la casa de Genoveva disfrazadas de canto. Tampoco eso la hizo levantarse. No pudo correr a la azotea, como lo hacia cada ocasión que la muchacha se bañaba, para asomarse al calidoscopio de tragaluz roto, de algodón, de fricción y jabón, de pendular y espuma, de vello turbio y de pechos, del nacimiento de víboras pintadas de pecado, hechas canción: “…Somos novios...nos queremos... procuramos el momento más oscuro…”
El acostumbrado prendedor rojo que Genoveva usaba a guisa de moño había quedado varado por encallar en puerto anegado de arena. Ya no bogaba su pequeño bajel colorado entre los arrecifes de su cabello. Había zozobrado entre sus aguas antes tan bravas, cuyo marear ahora ignoraba la propia Genoveva, igual que el asunto de los tordos. Ella ponía cada noche su moñito rojo sobre su cabeza, prendiéndolo entonces con libertad, pues arrumbaba nocturno con dirección de estrellas.
Genoveva no tuvo frecuencia de soles, huía de su fuerza con la fobia fabulosa de monstruos hematófagos, y si acaso tuvo los días luminosos, después los tantos alcoholes de muchos nombres y las cuantiosas cunas de resacas le habían perdido esa memoria. Ya luego sólo vivía en la noctambulancia estricta, labor de tarifas y de noche, sueño diurno. Y cuando la luz escapaba de tapias y cortinas, como siendo párvulas sus manos, las llevaba medrosas hasta la piel quieta de Genoveva resoplante: inútil despertarla.
Ella, durmiendo de día, soñaba con su cuerpo hecho palmera y con su taconeo en el estrado, su nombre completo en la marquesina iluminada con luz neón. Durante las noches, ella: la peor. Vieja, arrugada, gorda, se arrinconaba y se cubría bajo penumbras y vasos. Sólo alguno viejo, sólo aquél muy borracho la haría salir del umbrío. Antes, todo tan distinto…
Un codo sobre la mesa y la mano apoyando la barbilla: el saloncito húmedo entonces iba agregando luces a sus techos conforme Genoveva entrecerraba los ojos y los dejaba en el fuero del pretérito. Gradualmente la gente se multiplicaba, al calvo le surgía nuevo pelo, el encorvado erguía la espalda, las canas se teñían, las pieles se estiraban, las paredes cedían espacio; un mar de pedrería, trajes y sombreros, fiesta y algarabía, todo sumido en matices desde el negro hasta el blanco, a su modo refulgiendo en ese mundo bicolor. En Genoveva se reivindicaba la fuerza pródiga de las piernas, del dorso vigoroso que inflamaba de aire el pecho, su pelo nuevo, su sonrisa. Poco a poco, sintió las ropas más amplias. En las paredes se levantaban prodigiosos tapetes de filigrana persa, algunos dibujos obscenos de oriente, y estatuillas adosadas sobre repisas con las más inauditas formas humanas. A la alfombra le brotaba nueva felpa y las sillas se reforzaban. El aire fue infectándose de ese peculiar perfume, de zapato de boleo reciente, y de sastrería de cuarto pelo.
Entonces al salón entraba inmerso en abundancias de casimir chicano y lustres de leontina, un perfumado joven de tirantes blancos. Su bigote era apenas una breve línea junto al labio. Alzaba con meticuloso cuidado la diestra encigarrada y despacio salía la nube de entre sus fosas. En este momento la imagen se congela. Primero un perfil, perfecto. Luego lentamente gira y no es su rostro sino el antro entero lo que vira; el frente, luego el otro perfil. Con un chasquido de sus dedos la imagen toda cobra movimiento de nuevo. Luego el tipo alisaba su cabello, estiraba las solapas del traje y de pronto ya estaba brindando con la Veva: la más hermosa. No había que decir la edad; la una y el otro lo sabían, pero con artilugio de charada cifrado en el brindis de cada una de las catorce copas que entrambos se tomaron, la una insinuaba los años que el otro adivinaba: fue entonces cuando Alfredo cobijó nobles intenciones de pastor suponiendo oportuna y buena hora. <>. Un precioso prendedor rojo en forma de moño lucía la Veva, y Alfredo se lo había dicho. <>, le respondió ella con el rostro sonrojado.
Entre lascivos aplausos, entre la música y la orquesta, la cara de un Alfredo merodeante e intangible se escurría desde un “antes” proscrito, hasta el “ya” de incisivo y llanto. Venía el Famosito en carro de convocatoria memorial desde un cabello lustroso y negro azabache, hasta el cano del mal olor; desde el recio traje sobre musculatura, hasta la blanda camiseta agujerada; desde ser terso de navaja siempre nueva, hasta los tres o cuatro días de ser barba erizando pellejo ajado. La visión no era sino una ceremonia de rostros que repetía la metamorfosis cada noche. Cada nueva noche El Famosito Alfredo rejuvenecía desde su destierro, desde aquel puerto inalcanzable donde ahora vivía. Y después, cada noche también le volvían sus canas, sus gritos, sus golpes... su endiablado golpe de mazo.
Era el mismo Alfredo que ahora, ese ahora, brindaba silenciosamente calculando la edad en los pechos y los muslos de la mujer a quien salvaría de la perdición, sujeto de imágenes alternadas con hospitales, con fuertes dolores, con maquillaje copioso en torno al ojo obstruido. Una conmoción, un desmayo y de pronto Alfredo bailando Nereidas como ningún otro, su sonrisa de incisivo dorado, una caricia y el sudor con él entre sábanas. Una bofetada y otra vez quien parecía ser otro Alfredo, tras ella, con el bate de béisbol, mientras otro Alfredo se multiplicaba por la vecindad, en cada cuarto. En cada lugar había uno. En la azotea, con la crianza de palomas, un Alfredo le sonreía con el cabello escurriendo sudor y Vetiver. Otro en la sala, leyendo periódicos de semanas atrás. Otro en la recámara roncando, abrazando dormido a la rubia impresionante la madrugada en que la nostalgia cambió el parecer en Genoveva y decidió no hacer la gira a la capital. Cuando prefirió regresar con los niños para poder quedarse con su Alfredo. Con ese Alfredo que interminablemente le gritaba, aquél que la arrojaba de la casa y salía en calzoncillos a alcanzar a la güera que cada vez, con cada recuerdo, se tornaba más hermosa y enorme.
Enfundado en cortes de sastre prodigioso, Alfredo siempre llagaba fumando al saloncito. Luego, aún cerca de la puerta se apoyaba en un solo pie para lustrar el charol del zapato a dos colores con la tela del pantalón que cubría la pantorrilla. Cuando vio a Genoveva se acercó de lado, como predador. En seguida le preguntó sin mirarla, si le resultaría molesto que él se sentase junto a ella. Genoveva abrió los ojos sin regatear, y le dijo su verdadero nombre cuando él se lo preguntó.
A veces al saloncito, cantera y venero de pensamientos, confusión de fechas, lugar de repeticiones donde las cosas no sucedían una sola vez, le surgían también videncias anárquicas y absurdas. Genoveva, escondida entre las sombras, alguna ocasión advirtió en el techo la prolongación infeliz y descarada de ciertos rieles y carruchas de donde colgaban pingajos ensangrentados que a ratos se transformaban en su propio cuerpo. Algunos eran cabezas inmensas escurriendo sangre. Las caras de Alfredo en el cuerpo desnudo de la rubia inmortal, cuerpos en traje varonil con la cabeza de la misma mujer. Todos colgados de los ganchos y ambulando por el salón sin ser percibidos por nadie, excepto por Genoveva.
Se realizó una ceremonia modesta. El sacerdote, malencarado y de reconocido mal humor, cometió muchas omisiones al oficiar y los casó como si hacerlo pesara en su voluntad. No hubo tumultos. No hubo arreglos, ni abrazos, ni arroz. Lo hicieron a escondidas. <>. Genoveva ya lo había decidido: ella nunca haría con su hijo lo que con la suya hicieron sus propios padres.
El acostumbrado silencio en que ya se había convertido el tumultuoso piar del patio, fue suplantado por un intenso murmullo que se elevaba del suelo siniestramente. Personas curiosas, vecinos, reporteros, Ramiro y la muchacha del seis, niños que decían sin tiento ni menoscabo lo que los grandes callaban de su espectar ansioso y pudibundo. Hubo necesidad de brincarse hacia dentro a través de la ventana, y la torpeza de aquél que lo hizo dificultó las cosas. Con la punta del pie empujó la maceta de mimbre que cayó lentamente desde el quicio, recorriendo una enorme distancia que se repetía en cada tramo hasta parecer que varías macetas eran las que caían hasta el suelo, mientras silbaba al aire que partía múltiple. Todos guardaron la respiración y cesaron de moverse. Extrañamente esa pérdida les significó a todos una catástrofe que hacía víspera de la peor calamidad. Cuando por fin terminó de caer el tiesto y hubo quedado en el piso sólo un montón de tierra entre la osamenta de mimbre y la mutilada cascada, las cosas volvieron a brillar y la gente respiró y se movió nuevamente. Volvieron entonces el murmullo y la agitación.
Se supo que Genoveva llevaba tres días ahí dentro. Tres días endureciendo sus brazos y piernas, inflamando su abdomen, sumiendo para siempre sus ojos opacos y haciendo con un olor que nunca tuvo, las trancas pesadas que dirían del sueño interino, la voz para que la ventana denunciara su estar seco y tieso, el enjambre tenaz de las enormes moscas verdes, el asedio de las cucarachas, la radio encendida, el frasquito de medicina vacío en su mano de tabla, la forma de alivio que tenía su muerte. Tres días antes, un tordo triste que jamás entró por la ventana había salido para siempre a través de ella.
…Llegaban parvadas de tordos hasta las flores insertas entre un verdor de plantas en cascada detenida desde un pequeño tiesto de mimbre puesto, casi adrede como para olvidarlo, en el alféizar de la ventana. El patio entonces se llenaba de la algarabía de los piares que limpiaban el aire. Las paredes parecían llenas de color, de movimiento. Los orificios de los ladrillos rasos se cubrían, y ninguna de las aves se apartaba por el paso de los inquilinos.
Eso no importaba.
Sobre el dintel de la ventana, por cortina un hilacho amarillento y ralo hacía de lengua, y se agitaba de aire en azotes enérgicos hacia adentro; parlamentaba latigazos de punta y alboroto de algunas aves más osadas que a veces traspasaban el umbral. La magnífica ventana era un ojo que guardaba una casa como alma, y que hacia afuera veía el patio de mosaicos remendados, confeti entre grava y rojos, cemento y grises con pulimentos viejos y reacios, sacados a pulso y sombra. Perseverantes helechos. Macetones de barro y otros menores de lámina de botes. El pasillo para la trasnoche era tanto más largo cuanto más cansaba el peso turbulento del gran pellejo que resultaba del peculio infructuoso de noches densas de colillas, vasos, fichas y luces artificiales; cuando se hacía de polvo el aire y los pasos, apenas desprendidos en el andar, se encontraban con los que llevan hacia las insospechadas formas de lo peor, poco antes de quedar unidos al suelo para siempre,
En otros días, ya hundidos bajo la cuenta de muchos otros, el sol tenía casa en ese pasillo que feliz remataba corona en la primorosa madera perforada por polillas de principio de siglo, y que tenía al flanco la ventana donde el tiesto obraba hospitalario sus muchas plumas. Porque en esos días era cuando venían los tordos atraídos por los cuadritos de vidrio de colores, por el dosel hablando fusta amarilla, por el aire que entraba a la casa y por el arroyo de verdura y flor que pendía de la maceta, aquella puesta al quicio de la ventana, casi con olvido: eso no importaba.
Esta forma de comentario que la ventana usaba para sosiego del espíritu que había guardado, también se aplicó por única vez hacia fuera, pero no del mismo modo. Lo hizo con otro lenguaje. Sus letras se hicieron trancas pesadas que dijeron del sueño interino, de las enormes moscas verdes en busca de alimento entre candiles de imitación y carpetas de encajes sobre los muebles viejos, del increíble estatismo de todo eso, de las sonrisas agrias de Manolete y el Cordobés cercadas por los marcos colgados de las paredes, junto a La Virgen de Guadalupe. Esas letras hechas barro luego, algo dijeron acerca de todo el silencio del piano vertical y gran tesoro, de la naftalina cuajada con bocanadas espesas de olor a muerto.
Hacía poco más o menos tres días que la puerta del ocho no se abría, que las esquinas de sus travesaños se habían dejado tapiar por la labor de las arañas.
Eso no importaba.
Lo que importaba no tenía modo de ser conocido por Alfredo, el Famosito Alfredo, cuando menos para que hiciera lo necesario; para que Estela, Ángel y Alfredito lloraran; para que pensaran que había sido lo mejor; que ahora, cuando menos descansaría.
La emisora de la radio estaba en la hora de las complacencias y Genoveva lamentó no poder llamar por teléfono, pedir “El triste” con José José, y saludar a Memo, el de la barra, que había sido tan bueno con ella; a Gloria y a Paquito su ahijado. Genoveva, de bruces sobre el remolino de su colcha, el torbellino permanente que ponía a circular con afán a las paredes del cuarto; ella ahí, dando vueltas al centro de la pieza, siendo el eje estático de una recámara veloz; bocabajo, mugiendo quedito, sin poder quejarse, lamentando que en la radio tuvieran las complacencias y no pusieran “El triste”; que de pronto tuviera la certeza inexplicable de que el aparato receptor comenzara a crecer; que cada cosa de la sala lo hiciera también: la cajita de música, el cenicero, una cucaracha, los candelabros. La voz del locutor salía de la bocina como una gran pértiga que luego era vencida por su propio peso; un espumar de ecos y voces rebotando gravedades y disonancias de pared a pared: un derretirse humano y pesado: Fa, fa, fa, fa, mi, mi, mi, mi, lia, lia, lia, lia, lia. Un acecho impostergable habitaba la casa del número ocho, obligando el calce de pesos en centrífuga fuerza y el uso irremediable de escarlatas en la lengua. La voz magnética suplantaba al aire: Sa, sa, sa, sa,sa, sa, sa, lu, lu, lu lu, dos, dos, dos, dos, dos, dos, dos...
Genoveva podía escuchar el crepitar de la inmensa cucaracha invasora, la viscosidad resbalando por su caparazón, el aparatoso estruendo de cada pisada que imponía sobre las cosas y que llegaba desde la sala. Un siseo, una serpiente aguda se deslizó de pronto por todas partes: por debajo de la puerta, a través de la ventana, por la azotea, desde el patio... por todas partes. Genoveva no terminó su pensamiento, pero hubiera querido decir que adivinaba la índole femenina de la sierpe, que era otra vez la primorosa hija de la del seis. Esa certeza le habría hecho saber que ya eran las 7:00 y que pronto llegaría Ramiro; aquel joven panadero que la hija de la del seis esperaba a diario para platicar, con quien sucumbía en la sombra del rincón del patio, y para quien componía invariablemente, mientras se bañaba, sus policromadas víboras sin manzanas que escurrían hasta la casa de Genoveva disfrazadas de canto. Tampoco eso la hizo levantarse. No pudo correr a la azotea, como lo hacia cada ocasión que la muchacha se bañaba, para asomarse al calidoscopio de tragaluz roto, de algodón, de fricción y jabón, de pendular y espuma, de vello turbio y de pechos, del nacimiento de víboras pintadas de pecado, hechas canción: “…Somos novios...nos queremos... procuramos el momento más oscuro…”
El acostumbrado prendedor rojo que Genoveva usaba a guisa de moño había quedado varado por encallar en puerto anegado de arena. Ya no bogaba su pequeño bajel colorado entre los arrecifes de su cabello. Había zozobrado entre sus aguas antes tan bravas, cuyo marear ahora ignoraba la propia Genoveva, igual que el asunto de los tordos. Ella ponía cada noche su moñito rojo sobre su cabeza, prendiéndolo entonces con libertad, pues arrumbaba nocturno con dirección de estrellas.
Genoveva no tuvo frecuencia de soles, huía de su fuerza con la fobia fabulosa de monstruos hematófagos, y si acaso tuvo los días luminosos, después los tantos alcoholes de muchos nombres y las cuantiosas cunas de resacas le habían perdido esa memoria. Ya luego sólo vivía en la noctambulancia estricta, labor de tarifas y de noche, sueño diurno. Y cuando la luz escapaba de tapias y cortinas, como siendo párvulas sus manos, las llevaba medrosas hasta la piel quieta de Genoveva resoplante: inútil despertarla.
Ella, durmiendo de día, soñaba con su cuerpo hecho palmera y con su taconeo en el estrado, su nombre completo en la marquesina iluminada con luz neón. Durante las noches, ella: la peor. Vieja, arrugada, gorda, se arrinconaba y se cubría bajo penumbras y vasos. Sólo alguno viejo, sólo aquél muy borracho la haría salir del umbrío. Antes, todo tan distinto…
Un codo sobre la mesa y la mano apoyando la barbilla: el saloncito húmedo entonces iba agregando luces a sus techos conforme Genoveva entrecerraba los ojos y los dejaba en el fuero del pretérito. Gradualmente la gente se multiplicaba, al calvo le surgía nuevo pelo, el encorvado erguía la espalda, las canas se teñían, las pieles se estiraban, las paredes cedían espacio; un mar de pedrería, trajes y sombreros, fiesta y algarabía, todo sumido en matices desde el negro hasta el blanco, a su modo refulgiendo en ese mundo bicolor. En Genoveva se reivindicaba la fuerza pródiga de las piernas, del dorso vigoroso que inflamaba de aire el pecho, su pelo nuevo, su sonrisa. Poco a poco, sintió las ropas más amplias. En las paredes se levantaban prodigiosos tapetes de filigrana persa, algunos dibujos obscenos de oriente, y estatuillas adosadas sobre repisas con las más inauditas formas humanas. A la alfombra le brotaba nueva felpa y las sillas se reforzaban. El aire fue infectándose de ese peculiar perfume, de zapato de boleo reciente, y de sastrería de cuarto pelo.
Entonces al salón entraba inmerso en abundancias de casimir chicano y lustres de leontina, un perfumado joven de tirantes blancos. Su bigote era apenas una breve línea junto al labio. Alzaba con meticuloso cuidado la diestra encigarrada y despacio salía la nube de entre sus fosas. En este momento la imagen se congela. Primero un perfil, perfecto. Luego lentamente gira y no es su rostro sino el antro entero lo que vira; el frente, luego el otro perfil. Con un chasquido de sus dedos la imagen toda cobra movimiento de nuevo. Luego el tipo alisaba su cabello, estiraba las solapas del traje y de pronto ya estaba brindando con la Veva: la más hermosa. No había que decir la edad; la una y el otro lo sabían, pero con artilugio de charada cifrado en el brindis de cada una de las catorce copas que entrambos se tomaron, la una insinuaba los años que el otro adivinaba: fue entonces cuando Alfredo cobijó nobles intenciones de pastor suponiendo oportuna y buena hora. <
Entre lascivos aplausos, entre la música y la orquesta, la cara de un Alfredo merodeante e intangible se escurría desde un “antes” proscrito, hasta el “ya” de incisivo y llanto. Venía el Famosito en carro de convocatoria memorial desde un cabello lustroso y negro azabache, hasta el cano del mal olor; desde el recio traje sobre musculatura, hasta la blanda camiseta agujerada; desde ser terso de navaja siempre nueva, hasta los tres o cuatro días de ser barba erizando pellejo ajado. La visión no era sino una ceremonia de rostros que repetía la metamorfosis cada noche. Cada nueva noche El Famosito Alfredo rejuvenecía desde su destierro, desde aquel puerto inalcanzable donde ahora vivía. Y después, cada noche también le volvían sus canas, sus gritos, sus golpes... su endiablado golpe de mazo.
Era el mismo Alfredo que ahora, ese ahora, brindaba silenciosamente calculando la edad en los pechos y los muslos de la mujer a quien salvaría de la perdición, sujeto de imágenes alternadas con hospitales, con fuertes dolores, con maquillaje copioso en torno al ojo obstruido. Una conmoción, un desmayo y de pronto Alfredo bailando Nereidas como ningún otro, su sonrisa de incisivo dorado, una caricia y el sudor con él entre sábanas. Una bofetada y otra vez quien parecía ser otro Alfredo, tras ella, con el bate de béisbol, mientras otro Alfredo se multiplicaba por la vecindad, en cada cuarto. En cada lugar había uno. En la azotea, con la crianza de palomas, un Alfredo le sonreía con el cabello escurriendo sudor y Vetiver. Otro en la sala, leyendo periódicos de semanas atrás. Otro en la recámara roncando, abrazando dormido a la rubia impresionante la madrugada en que la nostalgia cambió el parecer en Genoveva y decidió no hacer la gira a la capital. Cuando prefirió regresar con los niños para poder quedarse con su Alfredo. Con ese Alfredo que interminablemente le gritaba, aquél que la arrojaba de la casa y salía en calzoncillos a alcanzar a la güera que cada vez, con cada recuerdo, se tornaba más hermosa y enorme.
Enfundado en cortes de sastre prodigioso, Alfredo siempre llagaba fumando al saloncito. Luego, aún cerca de la puerta se apoyaba en un solo pie para lustrar el charol del zapato a dos colores con la tela del pantalón que cubría la pantorrilla. Cuando vio a Genoveva se acercó de lado, como predador. En seguida le preguntó sin mirarla, si le resultaría molesto que él se sentase junto a ella. Genoveva abrió los ojos sin regatear, y le dijo su verdadero nombre cuando él se lo preguntó.
A veces al saloncito, cantera y venero de pensamientos, confusión de fechas, lugar de repeticiones donde las cosas no sucedían una sola vez, le surgían también videncias anárquicas y absurdas. Genoveva, escondida entre las sombras, alguna ocasión advirtió en el techo la prolongación infeliz y descarada de ciertos rieles y carruchas de donde colgaban pingajos ensangrentados que a ratos se transformaban en su propio cuerpo. Algunos eran cabezas inmensas escurriendo sangre. Las caras de Alfredo en el cuerpo desnudo de la rubia inmortal, cuerpos en traje varonil con la cabeza de la misma mujer. Todos colgados de los ganchos y ambulando por el salón sin ser percibidos por nadie, excepto por Genoveva.
Se realizó una ceremonia modesta. El sacerdote, malencarado y de reconocido mal humor, cometió muchas omisiones al oficiar y los casó como si hacerlo pesara en su voluntad. No hubo tumultos. No hubo arreglos, ni abrazos, ni arroz. Lo hicieron a escondidas. <
El acostumbrado silencio en que ya se había convertido el tumultuoso piar del patio, fue suplantado por un intenso murmullo que se elevaba del suelo siniestramente. Personas curiosas, vecinos, reporteros, Ramiro y la muchacha del seis, niños que decían sin tiento ni menoscabo lo que los grandes callaban de su espectar ansioso y pudibundo. Hubo necesidad de brincarse hacia dentro a través de la ventana, y la torpeza de aquél que lo hizo dificultó las cosas. Con la punta del pie empujó la maceta de mimbre que cayó lentamente desde el quicio, recorriendo una enorme distancia que se repetía en cada tramo hasta parecer que varías macetas eran las que caían hasta el suelo, mientras silbaba al aire que partía múltiple. Todos guardaron la respiración y cesaron de moverse. Extrañamente esa pérdida les significó a todos una catástrofe que hacía víspera de la peor calamidad. Cuando por fin terminó de caer el tiesto y hubo quedado en el piso sólo un montón de tierra entre la osamenta de mimbre y la mutilada cascada, las cosas volvieron a brillar y la gente respiró y se movió nuevamente. Volvieron entonces el murmullo y la agitación.
Se supo que Genoveva llevaba tres días ahí dentro. Tres días endureciendo sus brazos y piernas, inflamando su abdomen, sumiendo para siempre sus ojos opacos y haciendo con un olor que nunca tuvo, las trancas pesadas que dirían del sueño interino, la voz para que la ventana denunciara su estar seco y tieso, el enjambre tenaz de las enormes moscas verdes, el asedio de las cucarachas, la radio encendida, el frasquito de medicina vacío en su mano de tabla, la forma de alivio que tenía su muerte. Tres días antes, un tordo triste que jamás entró por la ventana había salido para siempre a través de ella.
LA MUERTE DE URANES
Conocí a Hiram Derri durante una improvisada expedición de juerga estudiantil. En ese entonces ambos estábamos en la Facultad. En principio Hiram se resistió a acompañarnos, pero los demás insistimos. Él era de ese tipo de estudiantes que asisten con regularidad y dedicación a la escuela. No era originario de Guadalajara. Vivía itinerantemente en un departamento céntrico junto con otros originarios de Puerto Vallarta, quienes costeaban modestamente los gastos que generaba su estancia durante los cursos. Todos éramos alumnos de primer ingreso. Para nosotros entonces se abría un intrincado mundo de ideas, de complicados pensamientos, de palabras como claves secretas, de autores… Nuestro noviciado era objeto de pesadas bromas por parte de los alumnos más aventajados en la carrera, mientras que para ciertos maestros era cuña propicia para ensañarse con los más temerosos y tímidos. Hiram Derri no era de ese tipo. Casi no hablaba. Sin arrogancia alguna, sabía mantener un silencio repelente, de mesurados movimientos sobre pasos lentos, tranquilos, como los de quien se sabe conocedor de un enigma descomunal.
El paseo en el que lo conocí se realizó en la zona de la Ciénega, donde una tía lejana de Hiram tenía una casa. Antes de esa ocasión ninguno de nosotros había tenido oportunidad de hablar con Hiram Derri. Recuerdo bien que ese día todos los maestros faltaron a clase. Erick Gómez lo propuso, y asentimos los más allegados: Rafael mi hermano, Rafa López, Marce, Luis, Haro, Gueta, en fin casi todos los que pronto habíamos trabado amistad.
Chapala, con sus riberas satisfechas, con su barriga prominente y extendida hasta el valladar viejo, anegada de sí misma, sería, tan lejana y tan cercana, el contexto de las danzas en el Beer Garden del ya legendario Mike Laure, del paseo por el malecón y por el muelle con todos los litros de cerveza a cuestas, de la camaradería prometedora, de los planes y las esperanzas que un futuro dando vueltas en el aire, hecho moneda, tenía para nosotros; Chapala, digo, lucía galas de cordialidad, oportunidad y de todo por hacer para nosotros. Allá lo conocí.
Hiram Derri ensayaba a ser artífice del silencio, obrador y fórmula del misterio. Supongo que por eso, cuando “El mocho Cota” –maestro que debía su apodo a la falta de tres dedos de su mano— pidió que desarrolláramos una biografía y un árbol genealógico propios a manera de ensayo o narración lo más extenso posible, Hiram Derri renunció a referir con detalle su propia biografía y prefirió entonces hablar de personajes de su familia. Conque así fue que presentó su Crónica sobre la muerte de Uranes. Y he que aquí que ahora la transcribo:
“CRÓNICA SOBRE LA MUERTE DE URANES
I
“Poco tiempo se le conoció grande y en razón de mayor, pero nunca –eso poco– Ubaldo Derri mostró ser un mal muchacho. Creció mucho; su cuerpo estrecho pero musculoso fue jalado hacía arriba sin gran esfuerzo. Asistía regularmente a misa y repartía su diezmo sin remilgos cuando la canasta de la iglesia pasaba en recaudo.
“En el siglo XVI Ubaldo Derri no nació, pero sí su antepasado preferido: Sir Cécil Clementi; ahora lo recordaba con ahínco, con el afán de haber vivido en otros tiempos y en aquellos lugares, entre formidables castillos bretones.
“Mucho más cerca y mucho más joven, San Paulo despertaba otra vez, repitiendo sus capillas, su plaza y adoquines, sus bancas; copiándose a sí misma de la imagen que su recuerdo tenía de ayer; fabricándose por las noches, durante el sueño de sus habitantes; tomando de cual el adoquín, de cual la banca, de cual la plaza o las capillas.
“Eran las 6:00 de la mañana. En Georgetown serían las 8:15. Recordaba Ubaldo su tierra, veía el llano de su tapera sosteniendo el aro del sol orlado de oro. Ubaldo se levantó con algo de borracho y otro de resaca. Pensó ponerse los pantalones antes de ir al baño, pero esa idea al orinar ya se le había olvidado. Volteó al espejo y vio la cara más vieja de un Ubaldo más viejo: agrietada de tristeza, hinchada y sedienta. Con cuidado y dolor, tocó la impresión del golpe que un venezolano entendido en historia y política le puso con un madero en la cara: amor absurdo a la tierra que los ignora, anhelo de su pertenencia, avaricia por lo que de nadie es (ni de Venezuela ni de La Guyana), pero que en el mejor de los casos, entre acaloradas discusiones, empuja a ciertos corderos a golpearse entre sí.
“Cerró los ojos dos minutos sobre el lavadero, y entonces algunos arrozales le acariciaron desde la tierra amada del sur. Se repitió lo inútil de tanta evocación, lo inútil de recordar Georgetown como primer escala en el arte de hacerse otro, de esconderse entre quienes lo buscaban, de escapar mil veces, de escapar de andar escapando, dejando inevitablemente en todas partes fragmentos de una estela de lo que el puro olor de la sangre fue y era aún por artificios del crimen. Más si de un santopauliano era, más si a uno que tenía la facultad de reconocer a la gente desde lejos, entre la cueva que la noche era, pertenecía. Ese olor a sangre joven y gallarda que se fecundaba interminablemente en todos los recuerdos, en todas las memorias testimoniales y anecdóticas, sobre las calles de San Paulo, tan olvidadas de todo progreso, tan resignadas a la alimentación del puro pescado, tan reprochante San Paulo y siempre tan cerca, tan aquí.
“No dejó la idea imposible de olvidar todo y suspiró suavemente, fingiéndose una escuálida forma de olvido sin lograr siquiera imaginar su propio engaño, cual si la tranquilidad lo ablandara. Suspiró pensando en el día en que algo desde el cielo bajara hasta su pecho negro y de cuajo le abriera todas las preocupaciones con la irracional aspiración de nacer otra vez.
“Después salió del baño buscando ansiosamente algo con qué secar sus manos húmedas. En ese momento Ubaldo recordó otra índole de humedad en sus palmas: la sangre le escurría otra vez rápidamente, como si de las manos brotara, con una extraña vocación de naufragio, sin perilla ni llave para cesar aquel derrame. Corrió entonces entre lo tupido de la tierra, resbalando y cayendo, gritando y gimiendo; corriendo pensó llegar hasta Mackenzie-Wismar-Christianburg, pero nunca lo logró. La lluvia lo detestaba y dio para la sangre de Uranes los pies necesarios para correr detrás de él, sin tocarlo, sin llegar a usurpar su angustia, la muerte que cargaba, su preocupación, divirtiéndose, hecho chorro de agua y sangre, siguiéndolo como río nuevo, perversamente, hasta que un barco lo detuvo.
“Ubaldo diestramente saltó del muelle y adhiriéndose con ventosas de pulpo en la piel, cuya consigna era la de preservarlo vivo, subió al barco. Subió suponiendo dejar atrás todo: la carrera, el aire preñado de dedos, brazos y ojos de uno tan muerto; ciertas amistades de Georgetown que lo favorecieron con algunos dólares, y con los alientos y las bendiciones propias del condenado, ésas para quien sale con el irremediable destino a la pena.
“Todo se detuvo. Los muros de su cuarto lo golpearon, y un sol salvadoreño le quemó la piel. El agudo dolor de un morete le hizo recordar con rabia nuevamente a aquel venezolano cuya cara yacía perdida entre otras tantas del pasado en donde Ubaldo escrupulosamente las almacenaba. Quizás ahora también la policía de allí estaría buscándolo, y esta probabilidad hizo que el porrazo de llamado exigente en la puerta le revolcara el corazón y le abriera los ojos en toda su extensión. Era la casera.
“Ubaldo debería salir también de Ciudad Delgado. Ya no podía quedarse a esperar exhortos de La Guyana, o las órdenes de justicia que desde la forense salvadoreña, casi desde el otro lugar que ninguno conoce, habría de mandar para la policía de allí mismo aquel venezolano muerto.
“Era el tercer día de agosto, el día del empleado, y por eso fue que al salir Ubaldo no encontró tienda ni estanquillo abierto para hacer posibles los cigarros que habrían de relajarlo. Para él nada más acusante que el silencio que absorbía todos los movimientos lentos de la calle Cuscatlán, donde tenía su cuarto. Al regresar de la infructuosa búsqueda, encontró todas sus cosas al pie de la escalera del 63 de Cuscatlán, y a la casera gorda y sudorosa debajo de un vestido permanentemente sucio, mirándolo con desprecio desde un arriba de privilegio absurdo, haciendo muecas de enfado mientras le decía que ella no tenía por que hacer caridad alguna. Ubaldo la miró con paciencia y pensó que tres muertes ya serían demasiado para sostener su penitencia. Una cosa eran las tortugas, a las que certero sabía de sobra matar, en la azarosa búsqueda del carey en San Paulo, y otras los semejantes; poco le importaría la diferencia a él, pero no a su memoria, así que solamente levantó sus cosas hechas de un solo cambio, un relicario, un pasaporte y un pañuelo que contenía todo el capital que le quedaba. Empezó a caminar entre los gritos de la señora que ahora, envalentonada con la sombra del esposo –un sujeto no menos desgraciado que Ubaldo—, le aventaba con más ganas: ‘¡Y todavía me queda usted debiendo dos semanas de renta, vagabundo, infeliz!’. Poco después Ubaldo caminaba sobre banquetas más silenciosas, sin cigarros y con todos los nervios quebrados.
“Mientras caminaba, revisaba meticulosamente cada llaga del suelo, cada color, cada grieta; cuando levantó la mirada lo detuvo un hombre delgado y barbado: era Sir Cécil Clementi. Él siempre le había dado la razón, fue quien le aconsejó la muerte de Uranes; decía que no había por qué tener para la patria otra clase de héroe; que Uranes era más digno muerto, pues existían –le dijo– dos índoles de héroes: aquellos a los que se venera, con independencia de su persona, por su sino sangriento y fatal… se les honra por ser el lugar en donde la historia obra sus excelsitudes. Son los que mueren pronto y con gloria, entregados a toda clase de mitos; de este tipo es Uranes. La otra clase, a la que Ubaldo pertenecía, era la más ingrata; aquella que se pierde entre las sombras de la ignominia, ganados sólo los rencores y la perpetua condenación; la vejación como único premio ante la ardua labor de glorificar a quien ostentará el único título de ‘héroe’; esta clase –agregó– resulta imprescindible. Ningún héroe sería lo que es y a nadie éste debe más ni mejores regalías, las cuales, en cambio, más tienen de obsequio el abrojo y el hierro candente e infamante, antes que el merecimiento a que el regalado tiene derecho. Decía además Sir Cécil Clementi que el tiempo para la muerte de Uranes ya había llegado y que era destino de Ubaldo glorificarlo. Se mencionaron entonces entre Sir Cécil y Ubaldo a Caín, a Dalila, a Judas Iscariote, a Bruto...
“Caminaron mientras platicaban, a través de las callejuelas solitarias de Ciudad Delgado, durante un día de fiesta en El Salvador. El consuelo que se daban mutuamente por sus desgracias confesadas aligeraba la carga que ambos llevaban. Caminaron muchas horas hasta que Ubaldo tropezó con un señor que también divagaba, quizá acosado por otra coyuntura. En ese momento Sir Cécil desapareció.
“Ubaldo comprendió que su existencia obedecía a la paciencia necesaria para asimilar la inmensidad de la desdicha que contenía, a la tolerancia indispensable para entender los quehaceres de la tristeza que había fincado sus condominios cerca de los suyos. Al volver la cara hacia Sir Cécil Clementi para maldecirlo –no para sentirse mejor— el constructor de iras ajenas ya no estaba.
“…Sólo sobre la calle ciertos caminantes hasta antes inadvertidos y que lo miran con asombro, como diciéndole con el puro mirar que también ellos conocían su desventura y que se sentían felices por saber las propias más pequeñas.
“La abundancia súbita de gente que se repetía infinitamente dando vueltas en círculos en torno a él, detrás de esos ojos multiplicados y sus cascadas de recriminantes miradas, le hizo pensar en lo errático de la elección de El Salvador como vínculo de escape, y recordó, con intención de justificarse, la razón por la cual lo había escogido. Pensó que siendo uno de los países más pequeños en Centroamérica, tendría funciones de rincón y de guarida. Esto no fue así, sabía ya Ubaldo Derri que su arrepentimiento tenía exactamente el mismo tamaño de su cuerpo, y por eso era que con admirable disciplina lo seguía a los mismos recovecos y esquinas en donde Ubaldo se escondía mortificado. Fue por eso que consideró vano escapar a San Vicente, que por pequeño habría sido mejor escondrijo. Algo era cierto: Ciudad Delgado ya no lo quería, con venezolano o sin él.
“Completamente solo imaginaba, entre convulsiones, vómitos y dolor de cabeza, el llanto prolongado de doña Francisca, y su culpa crecía. De ella recordaba las visitas a la casa donde esperaba siempre sentada Francisca. Se acordaba de cómo lo abrazaba, de cómo sus brazos se extendían sobre sus hombros generosamente, de cómo sus palabras contenían siempre respuestas, cómo sus respuestas contenían siempre caricias y cómo las caricias lo embarazaban completamente de ganas de no despertar jamás de la almohada de su pecho. Llegó incluso a escuchar su voz de nuevo, voz metálica de corno que silbaba dulcemente: la escuchaba cantando y le maravillaba que no lamentara su imposibilidad de andar, su estación perpetua y el dolor que cada ojo tenía siempre sosegado y distinto el uno del otro.
“En medio de su desvarío, buscó afanosamente el origen de la voz de Francisca. Se detuvo un momento asiéndose de un árbol donde en una de sus ramas hablaba cierto pájaro con la voz de su querida nana. La voz de Francisca en esa ave repitió un fragmento de la infantil historia para propiciar el sueño, que en los venturosos días del niño de entonces solía escuchar de su nana, y que ahora ese Ubaldo reconocía jubilosamente en cada tramo.
“...El miércoles es vértice. El miércoles sabe a tamarindo. Es un día que amanece y nace feliz, a pesar de la vecina y violenta muerte del martes, muerto por lanzas y golpes. Los hijos del miércoles trasnochan: alargan su vida tras la frontera de los demás. El miércoles es productor de risas y fabricante de sueños. Todos los hermanos y amigos de la claridad lo visitan entre las 12:00 y las 3:00 de la tarde. Los muertos que inician su curso lo hacen felizmente si comienzan a hacerlo en miércoles. Estamos dentro del ombligo. Cualquier lugar fuera del miércoles queda a la misma distancia: es equitativo y justo. El miércoles tiene sabor agridulce, aunque pocas, poquísimas veces permite que lo prueben: tiene su carácter, es temperamental; frecuentemente antes de terminar sus labores, sin mediar alguna palabra, se va.
“En cambio el jueves es desequilibrado. Su comisión en el planeta proviene de cunas ancestrales que no columpian cosa alguna que no sea nacida de un huevo: su vocación avicultora, piscicultora, repticultora y fobicultora nunca rebasa sus márgenes. El jueves es circular, sólo por eso lo incluyeron en la semana, entre los otros días. El jueves tiene parentela con la “U”, por eso vive tan triste y moribundo. Sin serle resuelta cosa alguna en la costumbre de vivir, vive y hace vivir siempre pendiente de algo que no ha de pasar. Es café y al café prefiere. El jueves gusta de la carne, le gustan las caricias y la sangre cruda. Pronunciar su nombre es consecuencia de correcciones. El jueves tiene un lugar errático. Su presencia no enfatiza sensación alguna, salvo la incursión entre cobijas y colchas frías acompañado de un buen alguien. Este es el mejor método para esperar a que los jueves se terminen: perfectamente cobijado.
“Repentinamente todo se silencia para Ubaldo. Comenzó a caer vertiginosa y calladamente en un sopor intolerable. La voz de Francisca había dejado solamente su eco rebotándole entre cada oreja, haciéndolo una piedra sorda para todo lo que lo rodeaba. Con determinación levantó sus manos y las colocó en su cabeza. Intentó arrancarse el cabello. Creyó que estos actos involuntarios lo relajarían. Era falso, falso como el abismo en que seguía cayendo indetenidamente y que le dejaba el estómago en el cuello, el cerebro en las rodillas y el corazón licuado entre las venas de los dedos de sus manos.
“Ahora ya era enero, y no había todavía señal alguna de que en El Salvador se hiciera alboroto entre la ley por la muerte de uno tan lejano, no pariente ni hermano de ningún otro. Pero a pesar de la falta de señales contundentes y firmes, para Ubaldo cualquier mirada resultaba guyanesa, cualquier cara era testigo de aquel embate, cualquier transeúnte sobre la calle era puesto ahí adrede para de alguna manera decirle a Ubaldo que su acto era conocido pero callado, por el solo gusto de tenerlo pendiente de la incertidumbre.
“Ubaldo, internado en una sudoración incesante, en un hecho de elemental incoherencia, recordó los versos que había leído hacía más de 6 años, durante una repentina visita a Puerto Príncipe. Comenzó a golpearse en cada muro, cada puerta, cada poste, que igual que todo, andaba emancipado de la fijeza del suelo, gritando y sudando, diciendo:
“Otro sería si pájaro fuera
que quizá aquél infeliz no exista,
otro pájaro sería si fuera
aquel que infeliz quizá no exista.
“Era el día jueves 23 de enero de 1958, una semana después fue encontrado por un niño que jugaba debajo de un puente, el cuerpo descompuesto y tieso de Ubaldo Derri.
II
“La suerte obra sobre nosotros su inexplicables caprichos, por eso quiso que fuera precisamente el 28 de diciembre el suministrador del néctar soporífero para uno destinado a la gloria. Diciembre, propicio albergue de tanta desgracia cuanta fuera en los tiempos el hombre capaz de imaginar. No podía faltar la de Uranes. El año de 1957 funde para Uranes su cuerpo obeso y lo derrite, lo transforma, lo seca para hacerlo cartón y sangre coagulada. Su cuerpo hecho luego vaca muerta, inyectado con navajas y somníferos pesados y prolongados, se derrumbó despacio sobre su sangre entonces recién vertida; toda la masa de un edificio nutrido de presagios. Y lo hizo en trozos como los grandes bloques de hielo del Mar del Norte que se internan en el Sur.
“Diciembre 28.
“Era el día del santo patrono en San Paulo, quizá el santo menos venerado en La Guayana: con excepción de esos festejos a sus honras, no se conocían mayores expresiones de devoción a la misma imagen. Ya entrada la noche, cernida sobre todas las cosas, era difícil distinguir lo que corría entre pujos y yerbas altas, por eso la carrera de Ubaldo no fue detenida. Todos estaban lejos cuando la pelea, pero ahora con el recorrido de La Vela lo encontrarían, hallarían el cuerpo grueso de Uranes extinguido en el planeta, y así fue.
“Uranes esperaba, ya una vez muerto, que no fuera encontrado pronto, pues le parecía que un muerto reciente, a penas tieso, con los rubores todavía en la carne descarada, inspiraría muy poco respeto. Pese a la voluntad de Uranes, y a la del propio Ubaldo, el fiambre fue hallado pronto, con sus ojos espantados, con su olor a cadáver nuevo y con el cuerpo desmenuzado. El asesino ya no andaría cerca. Las búsquedas que se hicieron para hallarlo fueron solamente de mero trámite judicial. A decir verdad, los comisionados en la pesquisa, al ver el producto del alma diabólica capaz de semejante brutalidad reflejada en el descuartizado, en su peligrosa encomienda no empeñaron siquiera un regular deseo de encontrar al culpable.
“Como todos los años La Vela Santa sería paseada sigilosamente entre la zona de los cañaverales al sur, la Barranca del Quito al este, el Camino Viejo al oeste y el Cerro Gordo al norte; de modo que se enteraran los 6 kilómetros cuadrados entre todos los puntos, y al centro San Paulo quedara inmaculado y a salvo de la amenaza del pecado. Para cuando todo el pueblo, entre los que iban obligados y los devotos por propia convicción, terminara tal recorrido, la noche ya se habría comido todos los demás festejos.
“El Santopauliano que llevaba La Vela Santa explicó después que varió levemente la ruta tradicional porque obedeció “cierto mando impuesto por el propio cirio”, tal vez éste habría escuchado el reniego doloroso de Uranes, y aún en contra de la voluntad del nuevo muerto respecto a ser encontrado ya irreconocible, acudió para que se le auxiliara espiritualmente.
“Uranes murió con los mismos trabajos con que nació; y mientras lo hacía, sumergido en esa prolongación de lentitudes, pensaba desordenada y vertiginosamente. Evocó las pendulaciones de Isabel en un esfuerzo completamente inútil. Se llenó de rabia ante la seguridad de nunca más saber nada acerca de El Dorado. Su cara acentuaba paulatinamente pero con énfasis su color natural ahora con un nuevo matiz purpúreo. Durante las tres horas que necesitó para morir aprovechó de esta dilación todas las ausencias de luces con que la muerte lo fue abrazando. Luego tuvo lástima de sí mismo por la imposibilidad inminente de ver La Guyana independiente, a pesar de tanto esfuerzo y de tanta lucha insurgente. Poco después se sinceró y entonces reconoció que lo que realmente lamentaba era saber que nunca detendría con su generoso peso el escurridizo sillón del escritorio en el despacho de la Presidencia de San Paulo. Despreció a los otros negros incapaces de vencerlo. Se reconocía inepto, y esa certidumbre agravó su mal venturada muerte, nunca mejor que su vida hecha de complacencias.
“Ahora estaba ahí, completamente solo ante sí mismo, ante sus fragmentos ensangrentados e irrecuperables, ante la verdad atrozmente ulterior de las tantas mentiras. Entonces desdeñó airoso a su mamá Francisca, la imposibilidad de ser maestro en la Universidad de La Guyana una vez fundada, a Isabel que nada en lo sucesivo le significaría, y dedicó su último suspiro a Sir Walter Raleigh, quien en cierta forma había propiciado, con el despojo a los Holandeses, una Guyana más libre, más probable y propensa a sus ambiciones, frustradas ahora por la mano de Ubaldo.
“El mismo día 28 –cuando por la muerte de Uranes el calendario común regiría nuevamente la vida de San Paulo— por la mañana, el aún vivo y fuerte Uranes se había levantado de buen talante. Por toda la casa se escuchaba el alborozo de un singular concierto de trinos procedentes de la larga hilera de jaulas que, dispuestas por todas partes, contenían las más exóticas especies de aves, cuidadas con esmero por su mamá Francisca. Estos pájaros fueron siempre uno de los más brillantes orgullos de Francisca.
“Ya en el comedor, con religiosa puntualidad le fue servido a Uranes su chocolate sobre la mesa compuesta, misma que conducía la vista, con algo de voluntad, al jardín frontal de la casa. Allá en la calle a través de la ventana, se podía ver cómo los vecinos se esforzaban animosamente en ornamentar las fachadas de sus casas para las fiestas de cada año en San Paulo, para la noche; las mujeres para La Vela Santa, y los hombres para la emoción de descubrir en el pueblo a esa muchachita hasta entonces imperceptible tras los largos encajes y las muñequitas.
“Uranes desayunaba automáticamente. Tenía los ojos puestos en la calle y el pensamiento en Isabel. Tragó así algunos bocados y volvió después la mirada hacia su madre Francisca Torrente. La vio como era su costumbre, sentada a la puerta del zaguán de la casa, agitando un abanico y saludando a cualquier persona que pasara. De vez en cuando cerraba sus ojos ajados para sentir entre sus grietas el puro rumor de lo que el viento deja con la débil presencia de la brisa marina, con los oídos atentos solamente a las buenas voces. Tal vez por eso fue que no escuchó lo que Uranes le dijo.
“Por su parte Uranes, engañado al pensar en que seguramente había sido escuchado, al terminar su desayuno se levantó después de limpiarse las botas con la servilleta de los cubiertos. Pasó a un lado de Francisca sin decirle nada más. Al llegar a la puerta se detuvo, inhaló fuertemente apoyando las manos en puño sobre la cintura, haciendo hacia atrás los faldones de la levita, y por encima de las demás casas miró los cerros que hacia lo más profundo perdían su fulgor entre una niebla densa fabricada con los sueños de todos los santopaulianos, cuando en sus noches tranquilas, arrulladas por el rítmico golpe de las olas, duermen mortecinos. Uranes azotó su fusta contra la rodilla de su pierna, inclinó con presunciones de galante su sombrero y se encaminó a otras calles.
“Al llegar al bebedero se encontró con Ubaldo Derri, aquel fortachón con quien había tenido altercados que no pasaron de espectaculares desprecios y amargas apostillas del uno para el otro; Ubaldo Derri, otro mulato careyero seducido por al bonanza por la que atravesaba San Paulo en la caza de tortugas, un advenedizo de quien se rumoraban tantas cosas.
“Ubaldo Derri tenía poco tiempo de habitar San Paulo. Había llegado en el Uturriaga, atraído, además de las tortugas, por un abstracto y desconocido deseo de encontrarse ante el origen de sus raíces, de su pasado desvanecido.
“El tumulto y la mala suerte los puso en la misma mesa. Tomaron mucho, y al principio lo hicieron a modo de buenos amigos. Pero entonces Uranes dijo algo como no queriendo decirlo, cual si obrara sin voluntad. Estas palabras que en realidad Ubaldo no entendió, precedidas de un silencio fortuito, fueron tomadas como algún tipo de provocación.
“Para Ubaldo, en la mesa compartida ahora un tercero intervenía azuzándolo. Era Sir Cécil Clementi. Estaba sentado sobre el puro aire y atizando, arengando la ira de Ubaldo, ciñéndolo fuertemente al ímpetu del impulso criminal. Fue cuando una orden superior motivó en Ubaldo la fuerza del reto, la provocación del encuentro que habría de aclarar muchas apuestas sin terminar.
“Ya en la tarde, Uranes acudió al arrozal con la cobarde idea de aclarar y concertar, con un ánimo de ventajosa conciliación y un machete poderoso discretamente fajado al cinto.
“Una mancha entonces atravesó su pensamiento. Se sintió con el derecho impúdico de dar muerte a cualquiera. No obstante, algo de temor aún le aconsejaba, entre ebulliciones de ideas, entre arrecifes y olas, que aprudentara y arreglara después las cosas con Isabel, que con ella aclarara aquellas habladurías.
“Al llegar a la loma destinada, estaba ya Ubaldo férreo y sin arrepentimiento alguno, sujeto a la convicción de arrebatar la permanencia de Uranes del privilegio de todas las consideraciones que lo encumbraban con evidentes artificios. Después de algunas inútiles palabras y de empujones, Uranes sacó de su cinto el machete y ambos se trenzaron vigorosamente. En el horizonte, el sol ruborizado, acaso avergonzado, se zambulló lentamente tras las oteros como esperando no ser advertido.
“Ambos se golpearon sin clemencia alguna y en poco tiempo apareció la sangre. Sobre la cabeza de Ubaldo, guarnecida nada más por un sombrero de paja, cayó con estrépito el filo carnicero del machete de Uranes. El ruido que produjo ese golpe hizo recordar al agresor instantáneamente las visitas a las carnicerías con su mamá Francisca; le recordó la partición de la caña, de la calabaza, el estruendo de los cráneos de las reses a la hora del mercado. Rápidamente, la camisa de Ubaldo se tiñó de un rojo violento, y la sangre se le imponía en los ojos, obstruyéndole una visión clara. El machete parecía un hambriento devorador de carne. Una gran grieta apareció en la frente de Ubaldo y no cerraba hasta donde la cubría la crespa cabellara. Brevemente la pelea se detuvo, con la falsa referencia de una justa fácil.
“Una hoja suspendida en el viento, volando con movimientos informes y erráticos en medio de la lucha, le hizo pensar a Ubaldo: recordó, en un casi fugaz pensamiento, absolutamente efímero e instantáneo, al Uturriaga al garete, puesto sobre la inmensidad de un desierto de agua, a miles de kilómetros de cualquier cosa. Vio en segundos una ráfaga fulgurante que le trajo el cuerpo de un capitán tendido en popa: el capitán Heriberto Derri tumbado de muerte. Vio nuevamente ese saco incansable sepulta-capitanes. Vio al cuerpo de su padre inyectando el mar. Se vio solo y aterrado.
“Uranes embistió nuevamente, con la idea de rematar, sobre el cuerpo caído de Ubaldo; destino de la punta: el vientre; pero algo instintivo movió a Ubaldo justo antes. El machete quedó sepultado parcialmente en la tierra lastimada, como una banderilla que no piensa, como un imbécil e incrédulo atisbador.
“Ubaldo se levantó, motivado más por el honor del recuerdo y la rabia, que por el odio contra ese negro, por lo demás torpe para la pelea. Ya de pie empuñó todo su coraje. Con las manos desprovistas Uranes era hasta cierto punto delicado, así que su gorda cara recibió una serie interminable de puñetazos. La sangre de Uranes también se vertió, saliendo desde abultadas heridas con saltos vertiginosos. Todo el entorno giró con mórbida rapidez entre los combatientes que, poco a poco, fueron perdiendo fuerzas y sangre que la tierra recogió.
“De un empujón ambos cayeron al suelo. Rodaron hacia una barranca que quizá estaba ahí intencionalmente con la pretensión de separarlos y apaciguarlos. Cerca del risco de la barranca, a punto de caer al abismo, los dos siguieron golpeándose. Repentinamente, Uranes logró levantarse y corrió hasta donde estaba el machete sanguinolento. Lo tomó y al desenterrarlo, sintió la victoria como algo suyo. Uranes blandió su arma contra los esquivos de Ubaldo, con la pecaminosa idea de clavarlo en su vientre. Volvieron a caer al suelo y ahí se discutieron la posesión del fierro que habría de darle sólo a uno el triunfo. Finalmente el machete se interna, como un rayo de luz que parte las sombras, entre las vísceras de Uranes, que explotan irremediablemente. Uranes rueda con todo su peso sobre la tierra y sobre las extensiones de su cuerpo que recibe todo el encono mutilador de Ubaldo.
“Casi inmediatamente después, de una forma misteriosa, la cólera se transformó en un sentimiento menos agresivo, pero no menos violento. Ubaldo escapó del cuerpo moribundo de Uranes, en medio de un espantoso llanto. Corrió entre la nueva oscuridad, queriendo encontrar un crepusculario en su corazón reventado. Dejó atrás la tierra de San Paulo. El territorio de los muertos acababa de inaugurarse. Nunca el Guyana Daily Graphic hizo tan poco caso de una muerte tan grande.
III
“El viernes 19 de octubre de 1924 para el calendario común, durante una semana prolongada en luna, Francisca Torrente dio a luz un pedazo de carbón con figura humana. El niño era fuerte y áspero, su cara era piedra tallada con el laborioso arte de sus antepasados, y su peso vasto era amorosamente atraído hacia el suelo. Ya bautizado le llamaron Uranes (como el último, único e imposible día fausto, nacido de la cesión de tres horas que todos los demás días hicieran). “Tiene espalda de redentor, será cuna propicia para látigos y palos”, dijo el padre de la Santísima Providencia, que fue quien le colocó el nombre en la frente.
“Como la labor del nacimiento fue tan prolongada, Francisca no tuvo más remedio que decir que de cualquier forma ya no necesitaba ir a ver y conocer lugar alguno. Y que la obra ahora consistía en hacer que las cosas atendieran la invitación a llegar desde todas partes. Francisca recibiría la visita desde su silla acojinada, desde la prolongación de su cuerpo inmóvil, y tendería gasas y algodones sobre las sábanas donde habrían de depositar cada recuerdo todas sus cosas, y cada cosa todos sus recuerdos. Francisca Torrente no volvió a caminar. Uranes terminó de nacer el 26 de octubre de 1924.
“Al poco tiempo de nacido, Uranes ya caminaba con destreza; y antes de cumplir cinco años, ya había aprendido a leer. Pronto, sin forjarla, creció a la par de Uranes cierta leyenda: se decía que su cuerpo infante había sido encontrado en medio de un maizal, todo cubierto de lodo, y que se había formado de un chorro hirviente que cayó del sol, hecho lava o metal fundido, para que el suelo frío con sus terrones le diera la forma de su entraña. Se decía también que Uranes ya existía desde el inicio de los tiempos; platicaban los más viejos que cuando eran niños escuchaban las historias de Uranes de bocas de los ancianos, quienes a su vez enfatizaron la categoría de leyendas viejas que sus antepasados les impusieron al contárselas también cuando fueron niños. Ya desde entonces se sabía de sus hazañas: que hacía 560 años Uranes descendió sobre una tierra fértil, llena de sangre y agua, para fundar Xochiltepec, nombre traído desde muy remotas tierras, al norte, y cuyo significado pronto olvidaron quienes referían la exhuberancia que alguna vez tuvo el lugar, mismo que después se convirtió en San Paulo. Contaban, además, que hacía 210 años, Uranes, durante una rebelión originada por algunos negros cimarrones que destrozaron completas las haciendas de Santa Teresa y El Moro, libertó a 159 negros traídos como esclavos desde llanuras muy distintas y lejanas. Decían que Uranes nace de las entrañas del viejo más sabio en San Paulo; que al morir aquel Uranes, y pasados 6 años, el pecho del anciano se abre descuajando su osamenta para dar paso al nuevo Uranes, emulando mariposas y capullos.
“Lo cierto es que Uranes nació en el 24, y cierto también que su sino fue más destroncado que de lo que de él se decía, y con realidad lo único que se acrecentaba fehacientemente era su corpulencia. Nadaba su persona entre su tan sobrada continencia, sumergido en un mar de pieles, en las extensiones dispendiosas de su carne que con mucho esfuerzo repartía entre los espacios. La madre tuvo para el niño el nombre gordo nacido por la cesión de tres horas que cada día de la semana hizo, formando así un octavo día llamado “Uranes”; de 21 horas como todos los demás.
“Sin tálamo siempre, Uranes quedó victorioso en su odre célibe; a pesar de Isabel, a pesar del mismo Uranes. A pesar de Isabel, quien no habría de ver sin ropa su cuerpo, nuevo siempre, siempre nuevo, durante el resto de su vida, desde su nacimiento, hasta el día en que había iniciado “el resto de su vida”. Esbelta, se levantó un día del suelo como espiga para regresar a él, entera pero más vacía. Dijo el padre que la sepultó: ‘Existe, antes de concedérsenos cualquier pensamiento, un desencanto de las cosas y de las almas. Vagamos solamente, y a cada uno pesa insomne un bromo grande que nos suplanta, un sordo plomo que estaciona su penumbra aledaña a nosotros, haciendo de su casa la única materia completa, la única certeza...’
“En un aire húmedo y estancado se transportaban con pesadez, en medio de un tiempo profundamente estático, un conjunto de voces y pensamientos. Aprendiz infructuoso en poesía el muerto remitía su voz:
“Viene tu piel resbalando;
una Víbora que zumba,
que cimbra el paladar terso
con soledad de una tumba.
Vienen las ansias
y el ímpetu endemoniado,
viene la espera
y el tiempo que no ha llegado.
Mandas
porque mando mi recuerdo
siempre
a tus personas que no están.
Afuera de ti:
el mundo redondo y yermo.
Isabel en vida, acaso alguna vez escuchara los versos de otro, escritos en altamar:
“La mujer es fruta rota
cuyo deber es tronar
ante precisa boca
con quien debía estrenar.
Fruta viva de sangre tierna,
ruta cruda y sabor templado.
Titán que emerge (tumba)
de mi tumba hereje (tanto),
que tienta (tumba) tanto
al (titán)que tumba tiempo
que tanto (tienta) tiempo tuvo
La mujer es fruta rota
cuyo deber es tronar
ante precisa boca
con quien debía besar.
Todavía antes de morir, entre un torbellino atemperado, escuchaba la voz alternada de uno y de otro, los de la “U” clandestina:
“Se me cansan todos los brazos
por tanto detenerme en medio.
Me canso de ser espiga
y de morir me canso.
Se me cansan todos los brazos
y también yo me canso de ellos;
cuando he creído que me alzan,
es mi cuerpo el que se entierra.
Soy una escasa a penas punta
que pronto caza enterramientos;
todos los sepelios del mundo
ya los he memorizado. …Uranes
* * *
“La voz de los golpes fríos
que fabrican desventura
vierte su compás continuo
como en cualquier amargura.
La vida de mi baldío,
en imperios de catástrofes,
en multiplicados martillos,
en grietas de sudor y sangre;
en grietas de sombra y hambres.
Vive grande la gran falta:
por el espacio en el planeta,
por lo sobrado del espacio. …Ubaldo.
* * *
“Mis pertenencias andan
sobre talud infinita,
y mientras que en sombra ensayo
las mentiras de mañana,
hurgo entre mis costillas;
nada tocan ya mis manos,
fuera de mi pobre fuerza
nada requiere descanso.
Ninguno tan errado:
tengo el oficio de filtro
maquilador de violencias,
contenedor de la espera.
Aquel momento vendrá.
... llegar
... dormir,
muchos años. Urando… / Ubalnes…
“Cierto heraldo llegó hasta los oídos de la gente de San Paulo. Francisca Torrente no se sorprendió; después de la muerte de Uranes, sabía que la propia sangre de Ubaldo le reclamaría como acicate venenoso, y que no podría cargar con su destino funesto. ‘Ubaldo había muerto’.
“Francisca Torrente, aunque nunca tuvo en San Paulo el cuerpo muerto de Ubaldo, le ordenó misas, y mandó también a hacer otro sepulcro junto al lugar donde se habían hundido los pedazos de su hermano Uranes.
“La nueva tumba nunca tuvo cuerpo humano que la llenase. Ubaldo se había quedado lejos, ante una clase innovada de nostalgia, que hacía robusto nido en el cuerpo viejo de Francisca, quien maldijo para siempre, con todas sus fuerzas, a todas las cosas del universo que veía tan vacío.
“Ya una vez le había sido arrebatado. Ya una vez se habían llevado a Ubaldo, en “El Uturriaga”, cuando el capitán Heriberto Derri decidió que había llegado la hora buena para hacer en la mar a otro marino, antes de que cumpliera los 5 años.
“Quedaron finalmente juntos, auque de cierta forma incumplida. Cada cual vecino y liminar del otro, ambos cercanos y distantes, conociéndose la muerte mutuamente aunque sólo en loza. Las Criptas: ‘Ubaldo Derri Torrente (19 de octubre de 1924 a 23 de enero de 1958)’; ‘Uranes Derri Torrente (26 de octubre de 1924 a 28 de diciembre de 1957)’
VI
“Como haciendo labor de talismán llevo continuo el recuerdo de la Guyana, de San Paulo, de su elevación siniestra sobre el mar, de mi padre, de su terrible ausencia, de su exilio independiente en El Salvador, hasta donde una justicia implacable lo siguió. Le recuerdo sus labores, mi torpe ayuda que retrasaba su tarea, sus caricias como premio. Sobre mí se repite constantemente esa época: el interminable tiempo de paciencia que las tortugas usaban para salir de su aire licuado de agua. De ellas recuerdo toda la variedad y el capricho de detenerse sobre sus caparazones, que atraían del cielo otro sol minúsculo para dejarlo en lo sepia de sus espaldas. De todo el peso que ese brillo tenía y que les hacía lentos sus pasos, hundiéndolos con cuidado más bien medroso entre la piel desmoronada de la playa; cuna hirviente de sus hijos, sirviente, sonora y cuajada: infinita. Me acuerdo que salían del mar para ser madres, y me acuerdo de lo lento que era para ellas todo; a pesar de la rapidez del palo se morían lento, despacito, como entendiendo a penas cuánto dolor era su cuerpo capaz de sentir, acaso diciendo con trabajos lo que habría sido una oración. Muchas veces se quedaban sus ojos flotando entre el mar de arena y sangre, desprendidos de su cuerpo. Nada quería con nosotros la labor de terminarlas; pero pagaban mejor la tortuga que la pesca, mejor el carey tan estimado, tan apreciado.
V
“He preferido hablar con mayor énfasis de lo poco que conozco de mi origen, porque lo demás me resulta soso. Yo pasé parte de mi vida en La República de La Guyana, un tiempo con mi padre, y otro bajo la custodia de Francisca Torrente. A su muerte, me mandaron a México y en Puerto Vallarta he vivido hasta la fecha.
“...Queda para cumplir, pues, mi trabajo; ustedes podrán pensar que lo he inventado.
“HIRAM DERRI
“Guadalajara, Jalisco. Marzo de 1972.
Cuando Hiram terminó de leerlo, escupió con fuerza el piso, se sentó y sin hacer caso de lo que se le dijo, clavó severamente sus ojos, hechos de ajos amargos, sobre el pupitre, y así se quedó hasta la hora de la salida.
Yo pude hurtar su cuaderno para obtener unas copias y formar este epílogo, por si algo se ofrece. Quizá un día tome plagiadas algunas ideas para hacer un cuento.
El paseo en el que lo conocí se realizó en la zona de la Ciénega, donde una tía lejana de Hiram tenía una casa. Antes de esa ocasión ninguno de nosotros había tenido oportunidad de hablar con Hiram Derri. Recuerdo bien que ese día todos los maestros faltaron a clase. Erick Gómez lo propuso, y asentimos los más allegados: Rafael mi hermano, Rafa López, Marce, Luis, Haro, Gueta, en fin casi todos los que pronto habíamos trabado amistad.
Chapala, con sus riberas satisfechas, con su barriga prominente y extendida hasta el valladar viejo, anegada de sí misma, sería, tan lejana y tan cercana, el contexto de las danzas en el Beer Garden del ya legendario Mike Laure, del paseo por el malecón y por el muelle con todos los litros de cerveza a cuestas, de la camaradería prometedora, de los planes y las esperanzas que un futuro dando vueltas en el aire, hecho moneda, tenía para nosotros; Chapala, digo, lucía galas de cordialidad, oportunidad y de todo por hacer para nosotros. Allá lo conocí.
Hiram Derri ensayaba a ser artífice del silencio, obrador y fórmula del misterio. Supongo que por eso, cuando “El mocho Cota” –maestro que debía su apodo a la falta de tres dedos de su mano— pidió que desarrolláramos una biografía y un árbol genealógico propios a manera de ensayo o narración lo más extenso posible, Hiram Derri renunció a referir con detalle su propia biografía y prefirió entonces hablar de personajes de su familia. Conque así fue que presentó su Crónica sobre la muerte de Uranes. Y he que aquí que ahora la transcribo:
“CRÓNICA SOBRE LA MUERTE DE URANES
I
“Poco tiempo se le conoció grande y en razón de mayor, pero nunca –eso poco– Ubaldo Derri mostró ser un mal muchacho. Creció mucho; su cuerpo estrecho pero musculoso fue jalado hacía arriba sin gran esfuerzo. Asistía regularmente a misa y repartía su diezmo sin remilgos cuando la canasta de la iglesia pasaba en recaudo.
“En el siglo XVI Ubaldo Derri no nació, pero sí su antepasado preferido: Sir Cécil Clementi; ahora lo recordaba con ahínco, con el afán de haber vivido en otros tiempos y en aquellos lugares, entre formidables castillos bretones.
“Mucho más cerca y mucho más joven, San Paulo despertaba otra vez, repitiendo sus capillas, su plaza y adoquines, sus bancas; copiándose a sí misma de la imagen que su recuerdo tenía de ayer; fabricándose por las noches, durante el sueño de sus habitantes; tomando de cual el adoquín, de cual la banca, de cual la plaza o las capillas.
“Eran las 6:00 de la mañana. En Georgetown serían las 8:15. Recordaba Ubaldo su tierra, veía el llano de su tapera sosteniendo el aro del sol orlado de oro. Ubaldo se levantó con algo de borracho y otro de resaca. Pensó ponerse los pantalones antes de ir al baño, pero esa idea al orinar ya se le había olvidado. Volteó al espejo y vio la cara más vieja de un Ubaldo más viejo: agrietada de tristeza, hinchada y sedienta. Con cuidado y dolor, tocó la impresión del golpe que un venezolano entendido en historia y política le puso con un madero en la cara: amor absurdo a la tierra que los ignora, anhelo de su pertenencia, avaricia por lo que de nadie es (ni de Venezuela ni de La Guyana), pero que en el mejor de los casos, entre acaloradas discusiones, empuja a ciertos corderos a golpearse entre sí.
“Cerró los ojos dos minutos sobre el lavadero, y entonces algunos arrozales le acariciaron desde la tierra amada del sur. Se repitió lo inútil de tanta evocación, lo inútil de recordar Georgetown como primer escala en el arte de hacerse otro, de esconderse entre quienes lo buscaban, de escapar mil veces, de escapar de andar escapando, dejando inevitablemente en todas partes fragmentos de una estela de lo que el puro olor de la sangre fue y era aún por artificios del crimen. Más si de un santopauliano era, más si a uno que tenía la facultad de reconocer a la gente desde lejos, entre la cueva que la noche era, pertenecía. Ese olor a sangre joven y gallarda que se fecundaba interminablemente en todos los recuerdos, en todas las memorias testimoniales y anecdóticas, sobre las calles de San Paulo, tan olvidadas de todo progreso, tan resignadas a la alimentación del puro pescado, tan reprochante San Paulo y siempre tan cerca, tan aquí.
“No dejó la idea imposible de olvidar todo y suspiró suavemente, fingiéndose una escuálida forma de olvido sin lograr siquiera imaginar su propio engaño, cual si la tranquilidad lo ablandara. Suspiró pensando en el día en que algo desde el cielo bajara hasta su pecho negro y de cuajo le abriera todas las preocupaciones con la irracional aspiración de nacer otra vez.
“Después salió del baño buscando ansiosamente algo con qué secar sus manos húmedas. En ese momento Ubaldo recordó otra índole de humedad en sus palmas: la sangre le escurría otra vez rápidamente, como si de las manos brotara, con una extraña vocación de naufragio, sin perilla ni llave para cesar aquel derrame. Corrió entonces entre lo tupido de la tierra, resbalando y cayendo, gritando y gimiendo; corriendo pensó llegar hasta Mackenzie-Wismar-Christianburg, pero nunca lo logró. La lluvia lo detestaba y dio para la sangre de Uranes los pies necesarios para correr detrás de él, sin tocarlo, sin llegar a usurpar su angustia, la muerte que cargaba, su preocupación, divirtiéndose, hecho chorro de agua y sangre, siguiéndolo como río nuevo, perversamente, hasta que un barco lo detuvo.
“Ubaldo diestramente saltó del muelle y adhiriéndose con ventosas de pulpo en la piel, cuya consigna era la de preservarlo vivo, subió al barco. Subió suponiendo dejar atrás todo: la carrera, el aire preñado de dedos, brazos y ojos de uno tan muerto; ciertas amistades de Georgetown que lo favorecieron con algunos dólares, y con los alientos y las bendiciones propias del condenado, ésas para quien sale con el irremediable destino a la pena.
“Todo se detuvo. Los muros de su cuarto lo golpearon, y un sol salvadoreño le quemó la piel. El agudo dolor de un morete le hizo recordar con rabia nuevamente a aquel venezolano cuya cara yacía perdida entre otras tantas del pasado en donde Ubaldo escrupulosamente las almacenaba. Quizás ahora también la policía de allí estaría buscándolo, y esta probabilidad hizo que el porrazo de llamado exigente en la puerta le revolcara el corazón y le abriera los ojos en toda su extensión. Era la casera.
“Ubaldo debería salir también de Ciudad Delgado. Ya no podía quedarse a esperar exhortos de La Guyana, o las órdenes de justicia que desde la forense salvadoreña, casi desde el otro lugar que ninguno conoce, habría de mandar para la policía de allí mismo aquel venezolano muerto.
“Era el tercer día de agosto, el día del empleado, y por eso fue que al salir Ubaldo no encontró tienda ni estanquillo abierto para hacer posibles los cigarros que habrían de relajarlo. Para él nada más acusante que el silencio que absorbía todos los movimientos lentos de la calle Cuscatlán, donde tenía su cuarto. Al regresar de la infructuosa búsqueda, encontró todas sus cosas al pie de la escalera del 63 de Cuscatlán, y a la casera gorda y sudorosa debajo de un vestido permanentemente sucio, mirándolo con desprecio desde un arriba de privilegio absurdo, haciendo muecas de enfado mientras le decía que ella no tenía por que hacer caridad alguna. Ubaldo la miró con paciencia y pensó que tres muertes ya serían demasiado para sostener su penitencia. Una cosa eran las tortugas, a las que certero sabía de sobra matar, en la azarosa búsqueda del carey en San Paulo, y otras los semejantes; poco le importaría la diferencia a él, pero no a su memoria, así que solamente levantó sus cosas hechas de un solo cambio, un relicario, un pasaporte y un pañuelo que contenía todo el capital que le quedaba. Empezó a caminar entre los gritos de la señora que ahora, envalentonada con la sombra del esposo –un sujeto no menos desgraciado que Ubaldo—, le aventaba con más ganas: ‘¡Y todavía me queda usted debiendo dos semanas de renta, vagabundo, infeliz!’. Poco después Ubaldo caminaba sobre banquetas más silenciosas, sin cigarros y con todos los nervios quebrados.
“Mientras caminaba, revisaba meticulosamente cada llaga del suelo, cada color, cada grieta; cuando levantó la mirada lo detuvo un hombre delgado y barbado: era Sir Cécil Clementi. Él siempre le había dado la razón, fue quien le aconsejó la muerte de Uranes; decía que no había por qué tener para la patria otra clase de héroe; que Uranes era más digno muerto, pues existían –le dijo– dos índoles de héroes: aquellos a los que se venera, con independencia de su persona, por su sino sangriento y fatal… se les honra por ser el lugar en donde la historia obra sus excelsitudes. Son los que mueren pronto y con gloria, entregados a toda clase de mitos; de este tipo es Uranes. La otra clase, a la que Ubaldo pertenecía, era la más ingrata; aquella que se pierde entre las sombras de la ignominia, ganados sólo los rencores y la perpetua condenación; la vejación como único premio ante la ardua labor de glorificar a quien ostentará el único título de ‘héroe’; esta clase –agregó– resulta imprescindible. Ningún héroe sería lo que es y a nadie éste debe más ni mejores regalías, las cuales, en cambio, más tienen de obsequio el abrojo y el hierro candente e infamante, antes que el merecimiento a que el regalado tiene derecho. Decía además Sir Cécil Clementi que el tiempo para la muerte de Uranes ya había llegado y que era destino de Ubaldo glorificarlo. Se mencionaron entonces entre Sir Cécil y Ubaldo a Caín, a Dalila, a Judas Iscariote, a Bruto...
“Caminaron mientras platicaban, a través de las callejuelas solitarias de Ciudad Delgado, durante un día de fiesta en El Salvador. El consuelo que se daban mutuamente por sus desgracias confesadas aligeraba la carga que ambos llevaban. Caminaron muchas horas hasta que Ubaldo tropezó con un señor que también divagaba, quizá acosado por otra coyuntura. En ese momento Sir Cécil desapareció.
“Ubaldo comprendió que su existencia obedecía a la paciencia necesaria para asimilar la inmensidad de la desdicha que contenía, a la tolerancia indispensable para entender los quehaceres de la tristeza que había fincado sus condominios cerca de los suyos. Al volver la cara hacia Sir Cécil Clementi para maldecirlo –no para sentirse mejor— el constructor de iras ajenas ya no estaba.
“…Sólo sobre la calle ciertos caminantes hasta antes inadvertidos y que lo miran con asombro, como diciéndole con el puro mirar que también ellos conocían su desventura y que se sentían felices por saber las propias más pequeñas.
“La abundancia súbita de gente que se repetía infinitamente dando vueltas en círculos en torno a él, detrás de esos ojos multiplicados y sus cascadas de recriminantes miradas, le hizo pensar en lo errático de la elección de El Salvador como vínculo de escape, y recordó, con intención de justificarse, la razón por la cual lo había escogido. Pensó que siendo uno de los países más pequeños en Centroamérica, tendría funciones de rincón y de guarida. Esto no fue así, sabía ya Ubaldo Derri que su arrepentimiento tenía exactamente el mismo tamaño de su cuerpo, y por eso era que con admirable disciplina lo seguía a los mismos recovecos y esquinas en donde Ubaldo se escondía mortificado. Fue por eso que consideró vano escapar a San Vicente, que por pequeño habría sido mejor escondrijo. Algo era cierto: Ciudad Delgado ya no lo quería, con venezolano o sin él.
“Completamente solo imaginaba, entre convulsiones, vómitos y dolor de cabeza, el llanto prolongado de doña Francisca, y su culpa crecía. De ella recordaba las visitas a la casa donde esperaba siempre sentada Francisca. Se acordaba de cómo lo abrazaba, de cómo sus brazos se extendían sobre sus hombros generosamente, de cómo sus palabras contenían siempre respuestas, cómo sus respuestas contenían siempre caricias y cómo las caricias lo embarazaban completamente de ganas de no despertar jamás de la almohada de su pecho. Llegó incluso a escuchar su voz de nuevo, voz metálica de corno que silbaba dulcemente: la escuchaba cantando y le maravillaba que no lamentara su imposibilidad de andar, su estación perpetua y el dolor que cada ojo tenía siempre sosegado y distinto el uno del otro.
“En medio de su desvarío, buscó afanosamente el origen de la voz de Francisca. Se detuvo un momento asiéndose de un árbol donde en una de sus ramas hablaba cierto pájaro con la voz de su querida nana. La voz de Francisca en esa ave repitió un fragmento de la infantil historia para propiciar el sueño, que en los venturosos días del niño de entonces solía escuchar de su nana, y que ahora ese Ubaldo reconocía jubilosamente en cada tramo.
“...El miércoles es vértice. El miércoles sabe a tamarindo. Es un día que amanece y nace feliz, a pesar de la vecina y violenta muerte del martes, muerto por lanzas y golpes. Los hijos del miércoles trasnochan: alargan su vida tras la frontera de los demás. El miércoles es productor de risas y fabricante de sueños. Todos los hermanos y amigos de la claridad lo visitan entre las 12:00 y las 3:00 de la tarde. Los muertos que inician su curso lo hacen felizmente si comienzan a hacerlo en miércoles. Estamos dentro del ombligo. Cualquier lugar fuera del miércoles queda a la misma distancia: es equitativo y justo. El miércoles tiene sabor agridulce, aunque pocas, poquísimas veces permite que lo prueben: tiene su carácter, es temperamental; frecuentemente antes de terminar sus labores, sin mediar alguna palabra, se va.
“En cambio el jueves es desequilibrado. Su comisión en el planeta proviene de cunas ancestrales que no columpian cosa alguna que no sea nacida de un huevo: su vocación avicultora, piscicultora, repticultora y fobicultora nunca rebasa sus márgenes. El jueves es circular, sólo por eso lo incluyeron en la semana, entre los otros días. El jueves tiene parentela con la “U”, por eso vive tan triste y moribundo. Sin serle resuelta cosa alguna en la costumbre de vivir, vive y hace vivir siempre pendiente de algo que no ha de pasar. Es café y al café prefiere. El jueves gusta de la carne, le gustan las caricias y la sangre cruda. Pronunciar su nombre es consecuencia de correcciones. El jueves tiene un lugar errático. Su presencia no enfatiza sensación alguna, salvo la incursión entre cobijas y colchas frías acompañado de un buen alguien. Este es el mejor método para esperar a que los jueves se terminen: perfectamente cobijado.
“Repentinamente todo se silencia para Ubaldo. Comenzó a caer vertiginosa y calladamente en un sopor intolerable. La voz de Francisca había dejado solamente su eco rebotándole entre cada oreja, haciéndolo una piedra sorda para todo lo que lo rodeaba. Con determinación levantó sus manos y las colocó en su cabeza. Intentó arrancarse el cabello. Creyó que estos actos involuntarios lo relajarían. Era falso, falso como el abismo en que seguía cayendo indetenidamente y que le dejaba el estómago en el cuello, el cerebro en las rodillas y el corazón licuado entre las venas de los dedos de sus manos.
“Ahora ya era enero, y no había todavía señal alguna de que en El Salvador se hiciera alboroto entre la ley por la muerte de uno tan lejano, no pariente ni hermano de ningún otro. Pero a pesar de la falta de señales contundentes y firmes, para Ubaldo cualquier mirada resultaba guyanesa, cualquier cara era testigo de aquel embate, cualquier transeúnte sobre la calle era puesto ahí adrede para de alguna manera decirle a Ubaldo que su acto era conocido pero callado, por el solo gusto de tenerlo pendiente de la incertidumbre.
“Ubaldo, internado en una sudoración incesante, en un hecho de elemental incoherencia, recordó los versos que había leído hacía más de 6 años, durante una repentina visita a Puerto Príncipe. Comenzó a golpearse en cada muro, cada puerta, cada poste, que igual que todo, andaba emancipado de la fijeza del suelo, gritando y sudando, diciendo:
“Otro sería si pájaro fuera
que quizá aquél infeliz no exista,
otro pájaro sería si fuera
aquel que infeliz quizá no exista.
“Era el día jueves 23 de enero de 1958, una semana después fue encontrado por un niño que jugaba debajo de un puente, el cuerpo descompuesto y tieso de Ubaldo Derri.
II
“La suerte obra sobre nosotros su inexplicables caprichos, por eso quiso que fuera precisamente el 28 de diciembre el suministrador del néctar soporífero para uno destinado a la gloria. Diciembre, propicio albergue de tanta desgracia cuanta fuera en los tiempos el hombre capaz de imaginar. No podía faltar la de Uranes. El año de 1957 funde para Uranes su cuerpo obeso y lo derrite, lo transforma, lo seca para hacerlo cartón y sangre coagulada. Su cuerpo hecho luego vaca muerta, inyectado con navajas y somníferos pesados y prolongados, se derrumbó despacio sobre su sangre entonces recién vertida; toda la masa de un edificio nutrido de presagios. Y lo hizo en trozos como los grandes bloques de hielo del Mar del Norte que se internan en el Sur.
“Diciembre 28.
“Era el día del santo patrono en San Paulo, quizá el santo menos venerado en La Guayana: con excepción de esos festejos a sus honras, no se conocían mayores expresiones de devoción a la misma imagen. Ya entrada la noche, cernida sobre todas las cosas, era difícil distinguir lo que corría entre pujos y yerbas altas, por eso la carrera de Ubaldo no fue detenida. Todos estaban lejos cuando la pelea, pero ahora con el recorrido de La Vela lo encontrarían, hallarían el cuerpo grueso de Uranes extinguido en el planeta, y así fue.
“Uranes esperaba, ya una vez muerto, que no fuera encontrado pronto, pues le parecía que un muerto reciente, a penas tieso, con los rubores todavía en la carne descarada, inspiraría muy poco respeto. Pese a la voluntad de Uranes, y a la del propio Ubaldo, el fiambre fue hallado pronto, con sus ojos espantados, con su olor a cadáver nuevo y con el cuerpo desmenuzado. El asesino ya no andaría cerca. Las búsquedas que se hicieron para hallarlo fueron solamente de mero trámite judicial. A decir verdad, los comisionados en la pesquisa, al ver el producto del alma diabólica capaz de semejante brutalidad reflejada en el descuartizado, en su peligrosa encomienda no empeñaron siquiera un regular deseo de encontrar al culpable.
“Como todos los años La Vela Santa sería paseada sigilosamente entre la zona de los cañaverales al sur, la Barranca del Quito al este, el Camino Viejo al oeste y el Cerro Gordo al norte; de modo que se enteraran los 6 kilómetros cuadrados entre todos los puntos, y al centro San Paulo quedara inmaculado y a salvo de la amenaza del pecado. Para cuando todo el pueblo, entre los que iban obligados y los devotos por propia convicción, terminara tal recorrido, la noche ya se habría comido todos los demás festejos.
“El Santopauliano que llevaba La Vela Santa explicó después que varió levemente la ruta tradicional porque obedeció “cierto mando impuesto por el propio cirio”, tal vez éste habría escuchado el reniego doloroso de Uranes, y aún en contra de la voluntad del nuevo muerto respecto a ser encontrado ya irreconocible, acudió para que se le auxiliara espiritualmente.
“Uranes murió con los mismos trabajos con que nació; y mientras lo hacía, sumergido en esa prolongación de lentitudes, pensaba desordenada y vertiginosamente. Evocó las pendulaciones de Isabel en un esfuerzo completamente inútil. Se llenó de rabia ante la seguridad de nunca más saber nada acerca de El Dorado. Su cara acentuaba paulatinamente pero con énfasis su color natural ahora con un nuevo matiz purpúreo. Durante las tres horas que necesitó para morir aprovechó de esta dilación todas las ausencias de luces con que la muerte lo fue abrazando. Luego tuvo lástima de sí mismo por la imposibilidad inminente de ver La Guyana independiente, a pesar de tanto esfuerzo y de tanta lucha insurgente. Poco después se sinceró y entonces reconoció que lo que realmente lamentaba era saber que nunca detendría con su generoso peso el escurridizo sillón del escritorio en el despacho de la Presidencia de San Paulo. Despreció a los otros negros incapaces de vencerlo. Se reconocía inepto, y esa certidumbre agravó su mal venturada muerte, nunca mejor que su vida hecha de complacencias.
“Ahora estaba ahí, completamente solo ante sí mismo, ante sus fragmentos ensangrentados e irrecuperables, ante la verdad atrozmente ulterior de las tantas mentiras. Entonces desdeñó airoso a su mamá Francisca, la imposibilidad de ser maestro en la Universidad de La Guyana una vez fundada, a Isabel que nada en lo sucesivo le significaría, y dedicó su último suspiro a Sir Walter Raleigh, quien en cierta forma había propiciado, con el despojo a los Holandeses, una Guyana más libre, más probable y propensa a sus ambiciones, frustradas ahora por la mano de Ubaldo.
“El mismo día 28 –cuando por la muerte de Uranes el calendario común regiría nuevamente la vida de San Paulo— por la mañana, el aún vivo y fuerte Uranes se había levantado de buen talante. Por toda la casa se escuchaba el alborozo de un singular concierto de trinos procedentes de la larga hilera de jaulas que, dispuestas por todas partes, contenían las más exóticas especies de aves, cuidadas con esmero por su mamá Francisca. Estos pájaros fueron siempre uno de los más brillantes orgullos de Francisca.
“Ya en el comedor, con religiosa puntualidad le fue servido a Uranes su chocolate sobre la mesa compuesta, misma que conducía la vista, con algo de voluntad, al jardín frontal de la casa. Allá en la calle a través de la ventana, se podía ver cómo los vecinos se esforzaban animosamente en ornamentar las fachadas de sus casas para las fiestas de cada año en San Paulo, para la noche; las mujeres para La Vela Santa, y los hombres para la emoción de descubrir en el pueblo a esa muchachita hasta entonces imperceptible tras los largos encajes y las muñequitas.
“Uranes desayunaba automáticamente. Tenía los ojos puestos en la calle y el pensamiento en Isabel. Tragó así algunos bocados y volvió después la mirada hacia su madre Francisca Torrente. La vio como era su costumbre, sentada a la puerta del zaguán de la casa, agitando un abanico y saludando a cualquier persona que pasara. De vez en cuando cerraba sus ojos ajados para sentir entre sus grietas el puro rumor de lo que el viento deja con la débil presencia de la brisa marina, con los oídos atentos solamente a las buenas voces. Tal vez por eso fue que no escuchó lo que Uranes le dijo.
“Por su parte Uranes, engañado al pensar en que seguramente había sido escuchado, al terminar su desayuno se levantó después de limpiarse las botas con la servilleta de los cubiertos. Pasó a un lado de Francisca sin decirle nada más. Al llegar a la puerta se detuvo, inhaló fuertemente apoyando las manos en puño sobre la cintura, haciendo hacia atrás los faldones de la levita, y por encima de las demás casas miró los cerros que hacia lo más profundo perdían su fulgor entre una niebla densa fabricada con los sueños de todos los santopaulianos, cuando en sus noches tranquilas, arrulladas por el rítmico golpe de las olas, duermen mortecinos. Uranes azotó su fusta contra la rodilla de su pierna, inclinó con presunciones de galante su sombrero y se encaminó a otras calles.
“Al llegar al bebedero se encontró con Ubaldo Derri, aquel fortachón con quien había tenido altercados que no pasaron de espectaculares desprecios y amargas apostillas del uno para el otro; Ubaldo Derri, otro mulato careyero seducido por al bonanza por la que atravesaba San Paulo en la caza de tortugas, un advenedizo de quien se rumoraban tantas cosas.
“Ubaldo Derri tenía poco tiempo de habitar San Paulo. Había llegado en el Uturriaga, atraído, además de las tortugas, por un abstracto y desconocido deseo de encontrarse ante el origen de sus raíces, de su pasado desvanecido.
“El tumulto y la mala suerte los puso en la misma mesa. Tomaron mucho, y al principio lo hicieron a modo de buenos amigos. Pero entonces Uranes dijo algo como no queriendo decirlo, cual si obrara sin voluntad. Estas palabras que en realidad Ubaldo no entendió, precedidas de un silencio fortuito, fueron tomadas como algún tipo de provocación.
“Para Ubaldo, en la mesa compartida ahora un tercero intervenía azuzándolo. Era Sir Cécil Clementi. Estaba sentado sobre el puro aire y atizando, arengando la ira de Ubaldo, ciñéndolo fuertemente al ímpetu del impulso criminal. Fue cuando una orden superior motivó en Ubaldo la fuerza del reto, la provocación del encuentro que habría de aclarar muchas apuestas sin terminar.
“Ya en la tarde, Uranes acudió al arrozal con la cobarde idea de aclarar y concertar, con un ánimo de ventajosa conciliación y un machete poderoso discretamente fajado al cinto.
“Una mancha entonces atravesó su pensamiento. Se sintió con el derecho impúdico de dar muerte a cualquiera. No obstante, algo de temor aún le aconsejaba, entre ebulliciones de ideas, entre arrecifes y olas, que aprudentara y arreglara después las cosas con Isabel, que con ella aclarara aquellas habladurías.
“Al llegar a la loma destinada, estaba ya Ubaldo férreo y sin arrepentimiento alguno, sujeto a la convicción de arrebatar la permanencia de Uranes del privilegio de todas las consideraciones que lo encumbraban con evidentes artificios. Después de algunas inútiles palabras y de empujones, Uranes sacó de su cinto el machete y ambos se trenzaron vigorosamente. En el horizonte, el sol ruborizado, acaso avergonzado, se zambulló lentamente tras las oteros como esperando no ser advertido.
“Ambos se golpearon sin clemencia alguna y en poco tiempo apareció la sangre. Sobre la cabeza de Ubaldo, guarnecida nada más por un sombrero de paja, cayó con estrépito el filo carnicero del machete de Uranes. El ruido que produjo ese golpe hizo recordar al agresor instantáneamente las visitas a las carnicerías con su mamá Francisca; le recordó la partición de la caña, de la calabaza, el estruendo de los cráneos de las reses a la hora del mercado. Rápidamente, la camisa de Ubaldo se tiñó de un rojo violento, y la sangre se le imponía en los ojos, obstruyéndole una visión clara. El machete parecía un hambriento devorador de carne. Una gran grieta apareció en la frente de Ubaldo y no cerraba hasta donde la cubría la crespa cabellara. Brevemente la pelea se detuvo, con la falsa referencia de una justa fácil.
“Una hoja suspendida en el viento, volando con movimientos informes y erráticos en medio de la lucha, le hizo pensar a Ubaldo: recordó, en un casi fugaz pensamiento, absolutamente efímero e instantáneo, al Uturriaga al garete, puesto sobre la inmensidad de un desierto de agua, a miles de kilómetros de cualquier cosa. Vio en segundos una ráfaga fulgurante que le trajo el cuerpo de un capitán tendido en popa: el capitán Heriberto Derri tumbado de muerte. Vio nuevamente ese saco incansable sepulta-capitanes. Vio al cuerpo de su padre inyectando el mar. Se vio solo y aterrado.
“Uranes embistió nuevamente, con la idea de rematar, sobre el cuerpo caído de Ubaldo; destino de la punta: el vientre; pero algo instintivo movió a Ubaldo justo antes. El machete quedó sepultado parcialmente en la tierra lastimada, como una banderilla que no piensa, como un imbécil e incrédulo atisbador.
“Ubaldo se levantó, motivado más por el honor del recuerdo y la rabia, que por el odio contra ese negro, por lo demás torpe para la pelea. Ya de pie empuñó todo su coraje. Con las manos desprovistas Uranes era hasta cierto punto delicado, así que su gorda cara recibió una serie interminable de puñetazos. La sangre de Uranes también se vertió, saliendo desde abultadas heridas con saltos vertiginosos. Todo el entorno giró con mórbida rapidez entre los combatientes que, poco a poco, fueron perdiendo fuerzas y sangre que la tierra recogió.
“De un empujón ambos cayeron al suelo. Rodaron hacia una barranca que quizá estaba ahí intencionalmente con la pretensión de separarlos y apaciguarlos. Cerca del risco de la barranca, a punto de caer al abismo, los dos siguieron golpeándose. Repentinamente, Uranes logró levantarse y corrió hasta donde estaba el machete sanguinolento. Lo tomó y al desenterrarlo, sintió la victoria como algo suyo. Uranes blandió su arma contra los esquivos de Ubaldo, con la pecaminosa idea de clavarlo en su vientre. Volvieron a caer al suelo y ahí se discutieron la posesión del fierro que habría de darle sólo a uno el triunfo. Finalmente el machete se interna, como un rayo de luz que parte las sombras, entre las vísceras de Uranes, que explotan irremediablemente. Uranes rueda con todo su peso sobre la tierra y sobre las extensiones de su cuerpo que recibe todo el encono mutilador de Ubaldo.
“Casi inmediatamente después, de una forma misteriosa, la cólera se transformó en un sentimiento menos agresivo, pero no menos violento. Ubaldo escapó del cuerpo moribundo de Uranes, en medio de un espantoso llanto. Corrió entre la nueva oscuridad, queriendo encontrar un crepusculario en su corazón reventado. Dejó atrás la tierra de San Paulo. El territorio de los muertos acababa de inaugurarse. Nunca el Guyana Daily Graphic hizo tan poco caso de una muerte tan grande.
III
“El viernes 19 de octubre de 1924 para el calendario común, durante una semana prolongada en luna, Francisca Torrente dio a luz un pedazo de carbón con figura humana. El niño era fuerte y áspero, su cara era piedra tallada con el laborioso arte de sus antepasados, y su peso vasto era amorosamente atraído hacia el suelo. Ya bautizado le llamaron Uranes (como el último, único e imposible día fausto, nacido de la cesión de tres horas que todos los demás días hicieran). “Tiene espalda de redentor, será cuna propicia para látigos y palos”, dijo el padre de la Santísima Providencia, que fue quien le colocó el nombre en la frente.
“Como la labor del nacimiento fue tan prolongada, Francisca no tuvo más remedio que decir que de cualquier forma ya no necesitaba ir a ver y conocer lugar alguno. Y que la obra ahora consistía en hacer que las cosas atendieran la invitación a llegar desde todas partes. Francisca recibiría la visita desde su silla acojinada, desde la prolongación de su cuerpo inmóvil, y tendería gasas y algodones sobre las sábanas donde habrían de depositar cada recuerdo todas sus cosas, y cada cosa todos sus recuerdos. Francisca Torrente no volvió a caminar. Uranes terminó de nacer el 26 de octubre de 1924.
“Al poco tiempo de nacido, Uranes ya caminaba con destreza; y antes de cumplir cinco años, ya había aprendido a leer. Pronto, sin forjarla, creció a la par de Uranes cierta leyenda: se decía que su cuerpo infante había sido encontrado en medio de un maizal, todo cubierto de lodo, y que se había formado de un chorro hirviente que cayó del sol, hecho lava o metal fundido, para que el suelo frío con sus terrones le diera la forma de su entraña. Se decía también que Uranes ya existía desde el inicio de los tiempos; platicaban los más viejos que cuando eran niños escuchaban las historias de Uranes de bocas de los ancianos, quienes a su vez enfatizaron la categoría de leyendas viejas que sus antepasados les impusieron al contárselas también cuando fueron niños. Ya desde entonces se sabía de sus hazañas: que hacía 560 años Uranes descendió sobre una tierra fértil, llena de sangre y agua, para fundar Xochiltepec, nombre traído desde muy remotas tierras, al norte, y cuyo significado pronto olvidaron quienes referían la exhuberancia que alguna vez tuvo el lugar, mismo que después se convirtió en San Paulo. Contaban, además, que hacía 210 años, Uranes, durante una rebelión originada por algunos negros cimarrones que destrozaron completas las haciendas de Santa Teresa y El Moro, libertó a 159 negros traídos como esclavos desde llanuras muy distintas y lejanas. Decían que Uranes nace de las entrañas del viejo más sabio en San Paulo; que al morir aquel Uranes, y pasados 6 años, el pecho del anciano se abre descuajando su osamenta para dar paso al nuevo Uranes, emulando mariposas y capullos.
“Lo cierto es que Uranes nació en el 24, y cierto también que su sino fue más destroncado que de lo que de él se decía, y con realidad lo único que se acrecentaba fehacientemente era su corpulencia. Nadaba su persona entre su tan sobrada continencia, sumergido en un mar de pieles, en las extensiones dispendiosas de su carne que con mucho esfuerzo repartía entre los espacios. La madre tuvo para el niño el nombre gordo nacido por la cesión de tres horas que cada día de la semana hizo, formando así un octavo día llamado “Uranes”; de 21 horas como todos los demás.
“Sin tálamo siempre, Uranes quedó victorioso en su odre célibe; a pesar de Isabel, a pesar del mismo Uranes. A pesar de Isabel, quien no habría de ver sin ropa su cuerpo, nuevo siempre, siempre nuevo, durante el resto de su vida, desde su nacimiento, hasta el día en que había iniciado “el resto de su vida”. Esbelta, se levantó un día del suelo como espiga para regresar a él, entera pero más vacía. Dijo el padre que la sepultó: ‘Existe, antes de concedérsenos cualquier pensamiento, un desencanto de las cosas y de las almas. Vagamos solamente, y a cada uno pesa insomne un bromo grande que nos suplanta, un sordo plomo que estaciona su penumbra aledaña a nosotros, haciendo de su casa la única materia completa, la única certeza...’
“En un aire húmedo y estancado se transportaban con pesadez, en medio de un tiempo profundamente estático, un conjunto de voces y pensamientos. Aprendiz infructuoso en poesía el muerto remitía su voz:
“Viene tu piel resbalando;
una Víbora que zumba,
que cimbra el paladar terso
con soledad de una tumba.
Vienen las ansias
y el ímpetu endemoniado,
viene la espera
y el tiempo que no ha llegado.
Mandas
porque mando mi recuerdo
siempre
a tus personas que no están.
Afuera de ti:
el mundo redondo y yermo.
Isabel en vida, acaso alguna vez escuchara los versos de otro, escritos en altamar:
“La mujer es fruta rota
cuyo deber es tronar
ante precisa boca
con quien debía estrenar.
Fruta viva de sangre tierna,
ruta cruda y sabor templado.
Titán que emerge (tumba)
de mi tumba hereje (tanto),
que tienta (tumba) tanto
al (titán)que tumba tiempo
que tanto (tienta) tiempo tuvo
La mujer es fruta rota
cuyo deber es tronar
ante precisa boca
con quien debía besar.
Todavía antes de morir, entre un torbellino atemperado, escuchaba la voz alternada de uno y de otro, los de la “U” clandestina:
“Se me cansan todos los brazos
por tanto detenerme en medio.
Me canso de ser espiga
y de morir me canso.
Se me cansan todos los brazos
y también yo me canso de ellos;
cuando he creído que me alzan,
es mi cuerpo el que se entierra.
Soy una escasa a penas punta
que pronto caza enterramientos;
todos los sepelios del mundo
ya los he memorizado. …Uranes
* * *
“La voz de los golpes fríos
que fabrican desventura
vierte su compás continuo
como en cualquier amargura.
La vida de mi baldío,
en imperios de catástrofes,
en multiplicados martillos,
en grietas de sudor y sangre;
en grietas de sombra y hambres.
Vive grande la gran falta:
por el espacio en el planeta,
por lo sobrado del espacio. …Ubaldo.
* * *
“Mis pertenencias andan
sobre talud infinita,
y mientras que en sombra ensayo
las mentiras de mañana,
hurgo entre mis costillas;
nada tocan ya mis manos,
fuera de mi pobre fuerza
nada requiere descanso.
Ninguno tan errado:
tengo el oficio de filtro
maquilador de violencias,
contenedor de la espera.
Aquel momento vendrá.
... llegar
... dormir,
muchos años. Urando… / Ubalnes…
“Cierto heraldo llegó hasta los oídos de la gente de San Paulo. Francisca Torrente no se sorprendió; después de la muerte de Uranes, sabía que la propia sangre de Ubaldo le reclamaría como acicate venenoso, y que no podría cargar con su destino funesto. ‘Ubaldo había muerto’.
“Francisca Torrente, aunque nunca tuvo en San Paulo el cuerpo muerto de Ubaldo, le ordenó misas, y mandó también a hacer otro sepulcro junto al lugar donde se habían hundido los pedazos de su hermano Uranes.
“La nueva tumba nunca tuvo cuerpo humano que la llenase. Ubaldo se había quedado lejos, ante una clase innovada de nostalgia, que hacía robusto nido en el cuerpo viejo de Francisca, quien maldijo para siempre, con todas sus fuerzas, a todas las cosas del universo que veía tan vacío.
“Ya una vez le había sido arrebatado. Ya una vez se habían llevado a Ubaldo, en “El Uturriaga”, cuando el capitán Heriberto Derri decidió que había llegado la hora buena para hacer en la mar a otro marino, antes de que cumpliera los 5 años.
“Quedaron finalmente juntos, auque de cierta forma incumplida. Cada cual vecino y liminar del otro, ambos cercanos y distantes, conociéndose la muerte mutuamente aunque sólo en loza. Las Criptas: ‘Ubaldo Derri Torrente (19 de octubre de 1924 a 23 de enero de 1958)’; ‘Uranes Derri Torrente (26 de octubre de 1924 a 28 de diciembre de 1957)’
VI
“Como haciendo labor de talismán llevo continuo el recuerdo de la Guyana, de San Paulo, de su elevación siniestra sobre el mar, de mi padre, de su terrible ausencia, de su exilio independiente en El Salvador, hasta donde una justicia implacable lo siguió. Le recuerdo sus labores, mi torpe ayuda que retrasaba su tarea, sus caricias como premio. Sobre mí se repite constantemente esa época: el interminable tiempo de paciencia que las tortugas usaban para salir de su aire licuado de agua. De ellas recuerdo toda la variedad y el capricho de detenerse sobre sus caparazones, que atraían del cielo otro sol minúsculo para dejarlo en lo sepia de sus espaldas. De todo el peso que ese brillo tenía y que les hacía lentos sus pasos, hundiéndolos con cuidado más bien medroso entre la piel desmoronada de la playa; cuna hirviente de sus hijos, sirviente, sonora y cuajada: infinita. Me acuerdo que salían del mar para ser madres, y me acuerdo de lo lento que era para ellas todo; a pesar de la rapidez del palo se morían lento, despacito, como entendiendo a penas cuánto dolor era su cuerpo capaz de sentir, acaso diciendo con trabajos lo que habría sido una oración. Muchas veces se quedaban sus ojos flotando entre el mar de arena y sangre, desprendidos de su cuerpo. Nada quería con nosotros la labor de terminarlas; pero pagaban mejor la tortuga que la pesca, mejor el carey tan estimado, tan apreciado.
V
“He preferido hablar con mayor énfasis de lo poco que conozco de mi origen, porque lo demás me resulta soso. Yo pasé parte de mi vida en La República de La Guyana, un tiempo con mi padre, y otro bajo la custodia de Francisca Torrente. A su muerte, me mandaron a México y en Puerto Vallarta he vivido hasta la fecha.
“...Queda para cumplir, pues, mi trabajo; ustedes podrán pensar que lo he inventado.
“HIRAM DERRI
“Guadalajara, Jalisco. Marzo de 1972.
Cuando Hiram terminó de leerlo, escupió con fuerza el piso, se sentó y sin hacer caso de lo que se le dijo, clavó severamente sus ojos, hechos de ajos amargos, sobre el pupitre, y así se quedó hasta la hora de la salida.
Yo pude hurtar su cuaderno para obtener unas copias y formar este epílogo, por si algo se ofrece. Quizá un día tome plagiadas algunas ideas para hacer un cuento.
CONYU.G
Los muebles se pronunciaban incompletos. En sus sombras eran cruces y lápidas, tierra de cementerio. Afuera del cuarto había una luna plana, azul e inmensa muy cerca de la ventana. Por la transparencia de un delgado cendal pasaban haces de luz como agujas Parecían decir "partir la sombra" y "ser cómplice", y decir nada parecían. Eran una especie de responso inútil porque el bulto era sordo, un fardo muerto lamiendo el umbrío de lamerse el pecho, opaco y mudo. Callado todo.
Si cada cosa estaba aplastada de silencio y de oscuridad, había en cada una, sin embargo, la amenaza de ser ruido y de ser golpe, de ser súbito frío. Y en el centro, la carne ahí, girando como prendida res que la tierra no alcanza.
Abrió la puerta con calma. Se sintió seguro. Supo que encontraría el beneficio esperado para su labor de acecho y rejoneo, el acierto para sus cálculos precisos de tramador que opone todas sus armas y rinde cualquier método. La llamó por su nombre por pura vanidad. Nadie contestó. Con la vista hurgó entre la penumbra a grado en que sus ojos la descifraban. En una repisa estaba la nota y, sobre ésta, la pluma tibia de su última palabra. Tomó el papel y lo leyó emocionado. Cuando hubo terminado de leer, adivinó lo que era aquello que colgaba como murciélago enorme, y que parecía girar discretamente al centro de la pieza. Sutilmente sonrió. Una gran corona apareció sobre sus sienes. Entrelazó las manos y agradeció piadoso con los ojos abiertos tras los párpados.
Ahora comenzaría, por fin, a disfrutar su soledad.
Si cada cosa estaba aplastada de silencio y de oscuridad, había en cada una, sin embargo, la amenaza de ser ruido y de ser golpe, de ser súbito frío. Y en el centro, la carne ahí, girando como prendida res que la tierra no alcanza.
Abrió la puerta con calma. Se sintió seguro. Supo que encontraría el beneficio esperado para su labor de acecho y rejoneo, el acierto para sus cálculos precisos de tramador que opone todas sus armas y rinde cualquier método. La llamó por su nombre por pura vanidad. Nadie contestó. Con la vista hurgó entre la penumbra a grado en que sus ojos la descifraban. En una repisa estaba la nota y, sobre ésta, la pluma tibia de su última palabra. Tomó el papel y lo leyó emocionado. Cuando hubo terminado de leer, adivinó lo que era aquello que colgaba como murciélago enorme, y que parecía girar discretamente al centro de la pieza. Sutilmente sonrió. Una gran corona apareció sobre sus sienes. Entrelazó las manos y agradeció piadoso con los ojos abiertos tras los párpados.
Ahora comenzaría, por fin, a disfrutar su soledad.
C-X
Cierta noche de un sinuoso día, un oscuro y pesado filón de sueño, después de flotar perversamente sobre una cama, se metió en la cabeza de alguien que durmiendo intentaba privarse de un poquito de existencia.
El precedente de una jornada inútil y adversa trasladó desde la penumbra, toda la carne podrida que suelen tener los malos sueños, y la depositó en el camino que seguía la escapatoria de un evasor deficiente, y esto fue lo que soñó:
“El calor ponía uniformemente todo su peso sobre los párpados de Domingo Olíbano, y le resbalaba un breve hilo de sudor en mitad de la frente. El mundo tenía colores notoriamente artificiales; todo saltaba con tonos fosforescentes, y eso le ayudaba a Domingo a mantener la voluntad para no dormirse. Recargando la espalda en el cuerpo seco de un árbol sin sangre, clavado en la piel verdosa de la colina y el valle, Domingo Olíbano luchaba por mantener los párpados firmes y replegados. Con mucha dificultad miraba cómo las palmas del cielo y la tierra se tomaban y se unían, haciendo al centro un abismo azul e inalcanzable. A sus pies, la colina se desmayaba dilatadamente, derretida por el calor somnífero. La tierra había puesto a coser todas sus cosas. Ya no había tiempo para nada y la vida, su vida, la vida pequeña de Domingo Olíbano había pasado en espera de que la angustia lo matara de una buena vez: y no. Había pasado inútilmente, huyendo de su tenaz acosador.
Ahora, la consigna más importante era NO DORMIR. La única que habría de salvarle la vida —aunque fuera esa vida—. A pesar de eso, por un instante, el cansancio lo venció, aunque tan sólo durante breves segundos: su conocida angustia lo despertó súbitamente, con un fastuoso pero discreto temor que se apoderó de él.
Una fuerte, fuerte voz caída de las nubes... o quizá brotada de la garganta de las cosas, decía roncamente:
"... Domingo Olíbano debe ser capturado..."
El, por su parte, permanecía suspendido en el miedo de esperar, atado al temor que tenía por todas las inminencias, aguardando a que de pronto apareciera bajando la colina como víbora; que de súbito creciera el punto a lo lejos que habría de convertirse en su perseguidor, su matancero.
Hacía tanto tiempo que venía detrás de él, que ya le resultaba imposible recordar la causa del asedio, y sólo cierto instinto de preservación le ordenaba la huída siempre. Algo le decía que ése lo mataría después de capturarlo; quizá se lo hacía suponer su expresión metálica, sus ojos plásticos y su defectuoso enfoque, o el olor a muerto que despedía siempre que estaba cerca de él.
Divertido con la desesperación de Domingo Olíbano, su incansable perseguidor hacía decoro de paciencia.
"... Domingo Olíbano debe ser capturado..."
Muchas veces estuvo aterradoramente a su espalda, arañándola, a punto de agarrarlo... pero no lo hacía. No importaba. El acosador no corría. Sin implicar mayor esfuerzo, el que asediaba continuaba su paso constante. Por su parte, Domingo Olíbano escapaba desesperadamente de cada lugar, sin poder establecerse en alguno de modo definitivo. Siempre con el pendiente de verlo nuevamente, de que lo alcanzara y cruelmente lo matara.
En el campo llano, sobre el montículo del árbol clavado, Domingo Olíbano miraba fijamente al frente, por donde había llegado, con la indefensión de una pequeña presa.
Refrescó. Asecharon también nubes negras, como muchedumbre. El día se nubló. Las nubes lo amenazaban con caer en una forma mortífera de gases tóxicos. Domingo Olíbano veía el camino que había dejado, luchando por no dormirse. Poco a poco el cuerpo lo iba reblandeciendo. Sus músculos tensos iban convirtiéndose en una masa preparada para el horno de su propio sopor, a donde el cansancio conducía al sueño. Sus ojos se arrastraban con plomo hacia la punta última de la tierra, y él cedía.
"... Domingo Olíbano debe ser capturado..."
De repente, un poderoso brazo lo asaltó por sorpresa, salido de atrás del árbol, y armado con el más absoluto silencio y rapidez.
Era su perseguidor. Lo tenía. Forcejearon. Al principio Domingo intentó zafarse, pero la pinza metálica desgarró la piel de su brazo. Tornó a defenderse ofendiendo. Le impuso con fuerza golpes con los puños, pero la cara metálica de su oponente ni se protegía, no era lastimado. De un empellón pudo Domingo derribar a su contrincante, y juntos rodaron colina abajo. Domingo, más ligero, se aprestó a ponerse de pie rápidamente; entonces tomó una enorme roca y la dejó caer sobre la cabeza de su acosador, de su aferrado cazador.
Un escandaloso golpe metálico retumbó sobre las cosas hasta ondularlas. El seguidor cayó pesadamente, con todo su caparazón, a los pies de Domingo.
Así quedaron las cosas durante mucho tiempo. Uno derribado y junto a él, el otro inmóvil. Podría decirse que ninguno de los dos sabía quién había muerto y quién se había liberado.
Sin lograr mover objeto alguno, el viento se desplazaba entre las ramas del árbol y por el cabello de Domingo Olíbano. Podía verse suspendido el curso de la línea del viento dibujado en el espacio, su trayectoria haciendo espirales; y podía oírse silbando dentro del caracol de las orejas del que con ser asesino había pagado ser libre. Ese aire no hacía sino más silencio el silencio.
De pronto, muy malherido, el tenaz perseguidor se incorporó nuevamente. Con mucha dificultad levantó el trozo de cabeza que le quedaba en su lugar. Oscilaba todo su cuerpo con la evidente muestra del esfuerzo. Cuencas húmedas donde habían sido ojos; entrañas viscosas expuestas donde había sido textura, casi piel. Todo reventado y lamentable abrió la boca:
—Soy C-X —dijo, y en seguida se desplomó en grandes pedazos de metal.
En ese momento despertó.
Un oscuro y confuso ruido, semejante a un grito humano, partió el silencio. C-X, aterrado, dio un enorme salto sobre la cama. Despertó completamente húmedo y lleno de aceite, víctima de una falla en sus motores, circuitos, programas y facturas.
Había amanecido. Los pájaros tras la ventana le auguraban un espléndido día, pese a la mala noche anterior. Se levantó. Verificó su propio funcionamiento con múltiples pruebas y repasó su directriz principal.
Domingo Olíbano no debería estar muy lejos.
El precedente de una jornada inútil y adversa trasladó desde la penumbra, toda la carne podrida que suelen tener los malos sueños, y la depositó en el camino que seguía la escapatoria de un evasor deficiente, y esto fue lo que soñó:
“El calor ponía uniformemente todo su peso sobre los párpados de Domingo Olíbano, y le resbalaba un breve hilo de sudor en mitad de la frente. El mundo tenía colores notoriamente artificiales; todo saltaba con tonos fosforescentes, y eso le ayudaba a Domingo a mantener la voluntad para no dormirse. Recargando la espalda en el cuerpo seco de un árbol sin sangre, clavado en la piel verdosa de la colina y el valle, Domingo Olíbano luchaba por mantener los párpados firmes y replegados. Con mucha dificultad miraba cómo las palmas del cielo y la tierra se tomaban y se unían, haciendo al centro un abismo azul e inalcanzable. A sus pies, la colina se desmayaba dilatadamente, derretida por el calor somnífero. La tierra había puesto a coser todas sus cosas. Ya no había tiempo para nada y la vida, su vida, la vida pequeña de Domingo Olíbano había pasado en espera de que la angustia lo matara de una buena vez: y no. Había pasado inútilmente, huyendo de su tenaz acosador.
Ahora, la consigna más importante era NO DORMIR. La única que habría de salvarle la vida —aunque fuera esa vida—. A pesar de eso, por un instante, el cansancio lo venció, aunque tan sólo durante breves segundos: su conocida angustia lo despertó súbitamente, con un fastuoso pero discreto temor que se apoderó de él.
Una fuerte, fuerte voz caída de las nubes... o quizá brotada de la garganta de las cosas, decía roncamente:
"... Domingo Olíbano debe ser capturado..."
El, por su parte, permanecía suspendido en el miedo de esperar, atado al temor que tenía por todas las inminencias, aguardando a que de pronto apareciera bajando la colina como víbora; que de súbito creciera el punto a lo lejos que habría de convertirse en su perseguidor, su matancero.
Hacía tanto tiempo que venía detrás de él, que ya le resultaba imposible recordar la causa del asedio, y sólo cierto instinto de preservación le ordenaba la huída siempre. Algo le decía que ése lo mataría después de capturarlo; quizá se lo hacía suponer su expresión metálica, sus ojos plásticos y su defectuoso enfoque, o el olor a muerto que despedía siempre que estaba cerca de él.
Divertido con la desesperación de Domingo Olíbano, su incansable perseguidor hacía decoro de paciencia.
"... Domingo Olíbano debe ser capturado..."
Muchas veces estuvo aterradoramente a su espalda, arañándola, a punto de agarrarlo... pero no lo hacía. No importaba. El acosador no corría. Sin implicar mayor esfuerzo, el que asediaba continuaba su paso constante. Por su parte, Domingo Olíbano escapaba desesperadamente de cada lugar, sin poder establecerse en alguno de modo definitivo. Siempre con el pendiente de verlo nuevamente, de que lo alcanzara y cruelmente lo matara.
En el campo llano, sobre el montículo del árbol clavado, Domingo Olíbano miraba fijamente al frente, por donde había llegado, con la indefensión de una pequeña presa.
Refrescó. Asecharon también nubes negras, como muchedumbre. El día se nubló. Las nubes lo amenazaban con caer en una forma mortífera de gases tóxicos. Domingo Olíbano veía el camino que había dejado, luchando por no dormirse. Poco a poco el cuerpo lo iba reblandeciendo. Sus músculos tensos iban convirtiéndose en una masa preparada para el horno de su propio sopor, a donde el cansancio conducía al sueño. Sus ojos se arrastraban con plomo hacia la punta última de la tierra, y él cedía.
"... Domingo Olíbano debe ser capturado..."
De repente, un poderoso brazo lo asaltó por sorpresa, salido de atrás del árbol, y armado con el más absoluto silencio y rapidez.
Era su perseguidor. Lo tenía. Forcejearon. Al principio Domingo intentó zafarse, pero la pinza metálica desgarró la piel de su brazo. Tornó a defenderse ofendiendo. Le impuso con fuerza golpes con los puños, pero la cara metálica de su oponente ni se protegía, no era lastimado. De un empellón pudo Domingo derribar a su contrincante, y juntos rodaron colina abajo. Domingo, más ligero, se aprestó a ponerse de pie rápidamente; entonces tomó una enorme roca y la dejó caer sobre la cabeza de su acosador, de su aferrado cazador.
Un escandaloso golpe metálico retumbó sobre las cosas hasta ondularlas. El seguidor cayó pesadamente, con todo su caparazón, a los pies de Domingo.
Así quedaron las cosas durante mucho tiempo. Uno derribado y junto a él, el otro inmóvil. Podría decirse que ninguno de los dos sabía quién había muerto y quién se había liberado.
Sin lograr mover objeto alguno, el viento se desplazaba entre las ramas del árbol y por el cabello de Domingo Olíbano. Podía verse suspendido el curso de la línea del viento dibujado en el espacio, su trayectoria haciendo espirales; y podía oírse silbando dentro del caracol de las orejas del que con ser asesino había pagado ser libre. Ese aire no hacía sino más silencio el silencio.
De pronto, muy malherido, el tenaz perseguidor se incorporó nuevamente. Con mucha dificultad levantó el trozo de cabeza que le quedaba en su lugar. Oscilaba todo su cuerpo con la evidente muestra del esfuerzo. Cuencas húmedas donde habían sido ojos; entrañas viscosas expuestas donde había sido textura, casi piel. Todo reventado y lamentable abrió la boca:
—Soy C-X —dijo, y en seguida se desplomó en grandes pedazos de metal.
En ese momento despertó.
Un oscuro y confuso ruido, semejante a un grito humano, partió el silencio. C-X, aterrado, dio un enorme salto sobre la cama. Despertó completamente húmedo y lleno de aceite, víctima de una falla en sus motores, circuitos, programas y facturas.
Había amanecido. Los pájaros tras la ventana le auguraban un espléndido día, pese a la mala noche anterior. Se levantó. Verificó su propio funcionamiento con múltiples pruebas y repasó su directriz principal.
Domingo Olíbano no debería estar muy lejos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)