domingo, 27 de septiembre de 2009

La pata de la cama

Hoy en la mañana, luego de levantarme hecho resaca de lunes, cuando volvía del baño, me di un gran golpe con la pata de la cama en el dedo meñique del pie. Supe entonces que en la noche confirmaría lo que siempre confirmo a cada paso: nada de la ropa combina, el refrigerador vacío, estados de cuenta vencidos y notas amenazantes al pie de la puerta, la llamada esa que nunca llega, sin gasolina el coche… en fin, que ya iba teniendo el mal día que los lunes son.
En la jornada todo fue café tibio, unas galletitas, perder el tiempo en correos inútiles, conspirar cobardemente platicando con mis compañeros respecto de las dolencias de don Fernando, sus achaques, sus impulsos y sus avaricias. Ir, como única victoria, sin que nadie me viera, al baño a fumar, leyendo la Ética de Aristóteles, meditar sobre las apetencias y la voluntad rascándome la barba; sonreír de lado cuando algún desesperado golpea la puerta para apresurar que ya salga, salir del baño y volver a mi lugar sin que nadie notara que era yo…
La gran aventura del día, decir: “ahorita vengo, voy a la tienda”, para pedir permiso sin pedirlo expresamente; preguntar luego: “¿No se les ofrece nada?”, para decir en realidad: “Soy servil y soy humilde, no pueden negarme la salida, la gloria de la salida a la tienda, mi recreo de quince minutitos”.
Unos Pingüinos para Jorge, unas papas para Gina, y una Coca para don Roberto, tanto más tanto… el cambio: no hay cambio. No sobrará. Porque no hay cambio en los lunes. Los lunes son para confirmar que la camisa recién apesta a orines con el sudor de haber caminado; son para platicar con un viejito avaricioso que acude a su oficina para contar su dinero y leer el periódico sin que se diga que los años lo han vencido, que ya no puede trabajar; son para saberse irremediablemente solo y miserable; son para servir al jefe: sonrisita para cuando se queje de los precios, de lo mal que trabajamos; cejita levantada en hipócrita admiración para cuando me cuente la terrible angustia que le ocasiona no tener forma de pasar el fin de semana en la playa, ni de salir bordo de su flamante BMW; la noticia de circunstancial pobreza que tendría que darle a su hija, su muy jovencita hija, porque los mayores, los ingratos hijos del divorcio, esos sí que tenían; en fin, que su voz iba haciéndose un canal en donde el sonido rebota, y en una gotita de sudor que en la frente como playa le empezó a nacer a don Fernando, yo podía verme poco a poco bailando una cancioncita brasileña, en la arena ardiente, junto a Mónica. Pero no era La chica de Ipanema, La voz era una canción que desde el fondo de las olas cantaba un delfín.
Pero el augurio de la mañana y cada pequeña conspiración en mi contra me hicieron sentir nostalgia de lo que se añora, la evasión ante la belleza… hacía mucho tempo que no saludaba a Mónica; la recuerdo desnuda, con su pecho enhiesto, al aire, provocante, vigoroso, violento y como ariete. La recuerdo entre las botellas que aquella noche me tomé, las que me hundí en el pecho para no ser otra vez este yo, acto que se comete contra “quien me la va a pagar”, sin que importe el individuo; para no recordar que la llamada de alguien más que ya no es, no llegará.
Mónica: apenas segunda cita, encuentro furtivo lejos de su casa, cerveza en mano, musiquita suave en el coche, lugar oscuro, mesa pequeña, cena ligera, vodka, la cuenta, la hora, el remordimiento, el novio, el novio jamás se menciona, además acaso lo merezca, más vodka, camino a mi casa, una botella, unos cigarros y baile suave, el botón que se rompe, tómate otra, no me muerdas, vértigo, luces que giran, la noche, trepidación, un agujero negro se abre en el pecho del mundo, después de esto qué, me tengo que ir, ya llévame, aquí déjame, pero me llamas… Me llamas…
Ahora el teléfono tenía su aroma, el de esa noche hace seis meses. Despacio levanto el auricular, marco nueve. El tono del teléfono se abre desde el aparato como una puerta. Don Fernando estornuda y cuelgo de inmediato. Vuelvo a la pantalla, cierro las ventanas de la computadora que no sean documentos. “Salud”, digo casi melódico. Nadie contesta. Un silencio sonoro y sólido poco a poco se levanta del piso, se coloca en la cabeza de todos, se hace grumo y barrotes, insecticida que sofoca, para luego acabar de súbito con el golpe de la puerta de un privado: El Privado. Una linda forma de libertad comienza ya con los murmullos. Todos somos democráticos entonces, y hasta nos queremos. Tomo nuevamente la bocina. En este instante de eternidad soy invencible y sea mi voluntad sobre todas las cosas. Marco nueve.
Marco ahora que soy lunes, y para no ser lo que no soy sin la que no llamará. Mónica ahora noche y alcohol, como entonces, Mónica Mariposas y vellón violento. Marco ahora todo vuelto lunes sin remedio, que mañana naceré nuevo en martes, aunque no en el mío. Aunque sean dos martes los que tiburones me aguardan. Daré mi carne al martes que soy lleno de compromisos sin cumplir. Marco pues.
— Hola… ¿Cómo estás?
— Bien ¿y tú?…
— Bien también… ¿Qué haces…?
— Nada… Acá…
— ¿Estás ocupada?
— … No, aquí nomás…
— Estoy siendo inoportuno, No puedes hablar…
— Este… pues aquí… checando…
— Ah órale; mejor te marco luego ¿va?
— Bien, bien, gracias, ¿y tú? Sí… Es que… [Muy despacio] no puedo hablar… sale… pero de verdad me llamas…
— Claro… te llamo…
— Adiós
— Bay


Lo mismo de siempre… Se levanta el telón y aparece el mismo idiota ante el espejo que se refleja en la cara de todas las personas. Yo igual a yo mismo. Debí pedirle que fuera mi novia, debí decírselo a tiempo, debí esperar, debí no tener novia entonces, debí no debí esperar ahora una llamada imposible…
En fin, me entrego a la proeza de regresar a la tienda sin permiso ni preguntas, de ser el rebeldito de la oficina, el que se atreve a meter cerveza de contrabando, porque seguro nadie más maneja programas en inglés, y por supuesto que saben que supongo que no saben que cuando se ha ido don Fernando me voy a la tienda con la mochila llena de envases cervezas; saben que supongo que saben que las botellas hacen clink clink clink, y por eso me tropiezan, estorban mi paso y tratan de moverme, buscan mi escarnio; saben que en la noche cuando salgo de mi turno, entrego mis reportes en la ventanilla equivocada para corregirlos mañana cuando llegue más temprano. En fin, ésta es la tercera cerveza y el universo se me abre al frente de la pantalla, profundamente arraigado a un sujeto que me contiene, como una piedra fría en la noche ante la ilusión de un infinito falso.
Son las ocho. Dándome el lujo de pronunciar mis tropiezos cuando nadie los pueda ver, hago alarde de mi equilibrio. Tomo las llaves del coche y voy a la casa de mi novia.
Un beso merecido me recibe. Unos brazos que venían desde la Biblia me guían hasta la sala, me preguntan si tengo hambre… ¡pero claro!: con lo abrumador del trabajo, con lo inmensamente agotador de mi jornada, con la tristeza que me cargo…
Entonces me lleva a la cocina. Calienta un par de quesadillas. Su teléfono celular suena… Ella me mira de reojo… se da la vuelta, me da la espalda… las quesadillas frías, mal cocinadas… digo chingado despacito, porque soy muy hombre… los ojos de ella mirando la orilla de la estufa…
— [Silencio]
— Bien ¿y tú?…
— [Silencio]
— Nada… Acá…
— [Silencio]
— … No, aquí nomás…
— [Silencio]
— Este… pues aquí… checando…
— [Silencio]
— Bien, bien, gracias, ¿y tú? Sí… Es que… [Muy despacio] no puedo hablar… sale… pero de verdad me llamas…
— [Silencio]
— Adiós…

Me quedé un momento en silencio, masticando el último bocado de quesadilla. “¿Quién era?” le pregunté. Sólo nombres míos me dijo: Egoísta, Machista, Celoso Inseguro, Don Más Celoso, Neurótico, bla, bla, bla, bla. Salí de su casa sin saber bien de qué parte estaba enojado.
Cuando llegué a mi casa, al salir del baño, un nuevo golpe en la pata de la cama me lo recordó todo. Entonces sí, solo, contra la cama grité muy fuerte ¡Chingado!

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