KALIMÁN
Sentado al borde de su silla, Alberto chasqueó sus nudillos con impaciencia y aguzó el oído. Luego se mordió las uñas nuevamente. Sudaba. Con un acento tembloroso de emoción, la voz del aparato describía el alboroto que la presencia de un extraño en el castillo había despertado entre las fieras que custodiaban. El hombre increíble había llegado. Bartok, la criatura de la noche, lo supo en el acto. Se dirigió a su recámara sepulcral para disponer el menaje de muerte y cebar la trampa para su enconado enemigo.
En los sótanos del oscuro castillo, la sujeción que ejercían amarras, el tormento que infligían picas y torniquetes, y la calamidad que imponían hierros candentes, impedían y apartaban a Jim Preston de su propósito primero: salir heroico. Y antes que ser salvador, el martirizado ya pedía para sí rescate. Mientras, el hombre de acero subía los muros exteriores del castillo escalándolos tan sólo con la fuerza de sus dedos.
Pero más que el superhéroe y más que el propio Jim Preston, se esforzaba el narrador; no por resolver querella ni por superar tortura, sino por tener referidos todos los eventos que casi a un tiempo ocurrían, dichos cabales y siempre a voz frenética, con la cual, sin perder punta ni cabo, todo describía y enteraba, sin restar por la precipitación elocuencia, ni sumar por la excitación embuste, dejándolo todo puntual y como si fuera visto, y diciendo cada palabra tan en caso, que sucedía algunas veces que se firmaba el hacer con el decir.
En tanto, en la habitación extrema de una de las garitas portentosas que subían hasta el cielo negro de nubes espesas, la hermosa Rude Tornel lloraba sin poder gritar socorro por tener la garganta anegada con lágrimas y sollozos.
Todo así, tenso y a punto de suceder.
Una sospecha entonces, un demonio, se apoderó de Jim Preston y, sin más testigos que Alberto, desde ese momento dejó perder los últimos arrestos que acaso le quedaran, necesarios para salir del trabajo en que se hallaba. Dudó de la fidelidad de la bella Rude Tornel, y la sola suspicacia refinó su tormento. Maldijo su suerte. Entonces, postrado como estaba y más abatido que nunca, le dedicó con frialdad un pensamiento más bien nostálgico y postrero. Alberto lo supo. Indignado, se retiró de la bocina. Se incorporó y con el puño colérico golpeó fuertemente la pared. Consideró más infamia que injusticia aquel barrunto y quiso entonces rivalizar con el joven Jim Preston y, por sí solo, combatir al conde Bartok para liberar a Rude Tornel. No pudo: en el momento en que Alberto entraba a la estancia del conde vampiro, portando la estaca que clavaría en el corazón púrpura de Bartok, Kalimán apagó la radio.
lunes, 28 de septiembre de 2009
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